La lucha por un país libre, encaminado al desarrollo, con una República civil, democracia social, respeto por los derechos humanos, y aprovechando su potencial de recursos humanos y materiales; ésa lucha no puede terminar.
Si esa lucha dejara de librarse, y la hegemonía despótica y depredadora se petrificara todavía más, entonces habría culminado la trayectoria histórica de Venezuela en una catástrofe irremediable. Y eso no puede ser así.
En el presente parece así, hay que reconocerlo. A la hegemonía no le interesa gobernar, en el sentido general del concepto. No. Lo que le interesa es mandar o mantener el control del poder, lo que es una cosa muy distinta.
Y mandar por las malas y las peores, lo saben hacer, lo están haciendo y están dispuestos a hacerlo a costa de lo que sea, comenzando por la viabilidad de Venezuela como nación.
De ese dramatismo es el desafío de la lucha democrática. Todo el abanico de asuntos adjetivos y pequeñas aspiraciones, por parte de muchos voceros opositores, a lo único que conducen es al continuismo de la hegemonía, a pesar del inmenso rechazo que suscita en la población.
La fragmentación o la atomización de los que deberían representar y conducir a la gran mayoría de venezolanos que, repito, rechazan a la hegemonía, es un logro político de ésta que le permite seguir donde está.
Un logro no exento de complicidades, incomprensiones de la trágica realidad, y de ambiciones desmedidas por un cuarto de hora en la palestra. ¿Me equivoco? Creo que no.
La lucha por una Venezuela que le ofrezca un futuro digno al pueblo, no puede terminar. Si esa lucha terminara, con ella terminaría Venezuela. El ánimo por esa lucha tiene que ser fortalecido por todos los demócratas de buena y decidida voluntad.
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