OPINIÓN

La lógica de la perversión

por José Rafael Herrera José Rafael Herrera

El lenguaje es mucho más que el sonido hueco de palabras que han sido vaciadas de todo contenido. O que la combinación de formas meramente instrumentales. En él hay un conjunto de nociones y conceptos cultural e históricamente establecidos que van moldeando el laberinto del tiempo del ser y de la conciencia sociales. Es, se puede decir, el trabajo acumulado del Espíritu. En sus pliegues hay todo un sistema de creencias, opiniones, presuposiciones y prejuicios –no pocas veces anacrónicos, sin contexto–, de los más diversos modos de percibir y actuar. En el lenguaje, pues, se haya presente toda una Weltanschauung, una hermenéutica del mundo, una manera, más o menos disgregada, de percibir la vida. De suerte que, aunque no se sepa ni se diga explícitamente, el lenguaje no es ni neutral ni inocente. No obstante, y a consecuencia de su condición acumulada, esa Weltanschauung suele ser resultado de determinadas circunstancias. Muchas veces es irregular e intermitente, y pertenece, simultáneamente, a una multiplicidad de formaciones sociales, similares a las cortezas o capas que, una tras otra, van recubriendo con los años el tronco de los árboles.

Como ha afirmado Gramsci –no la representación del deformado santón de las consignas superficiales, mártir de los usos y abusos a conveniencia del trasnocho gansteril, ni el Chucky, figurado monstrito perverso y maquinador que se imagina el conservatismo de fanfarria, desteñido, constipado y estirado, sino el filólogo y filósofo, lector de Labriola, Croce y Gentile, el brillante académico de la universidad de Torino y distinguido político antifascista–: “Quien habla solamente en dialecto o comprende la lengua nacional en distintos grados, participa necesariamente de una concepción del mundo más o menos estrecha o provinciana, fosilizada, anacrónica en relación con las grandes corrientes que determinan la historia mundial. Sus intereses serán estrechos, más o menos corporativos o economicistas, no universales. Si no siempre resulta posible aprender más idiomas extranjeros para ponerse en contacto con vidas culturales distintas, es preciso, por lo menos, aprender bien el idioma nacional. Una cultura puede traducirse al idioma de otra gran cultura, es decir, un gran idioma nacional históricamente rico y complejo puede traducir cualquier otra gran cultura; en otras palabras, puede ser una expresión mundial. Pero con un dialecto no es posible hacer lo mismo”. Se trata de una frase que no solamente permite comprender la relación entre lenguaje y cultura, sino, además, el significado más hondo de la pobreza espiritual que puede llegar a afectar a toda la sociedad.

Qué significado puedan tener expresiones como democracia, razón, libertad, independencia, ética o paz, por ejemplo, depende en gran medida de la capacidad que tenga la población de “traducirlas” correcta y adecuadamente, es decir, en un sentido no “estrecho” –mezquino– o “provinciano”, como observa Gramsci, sino en su significado universal, el cual solo puede ser universal en tanto y en cuanto se corresponda con el devenir de la historia concreta. En este sentido, también las formas universales abstractas son un modo provinciano de concebir lo universal. Es una representación “mala” –de mala calidad, como dice Hegel– de lo universal. Una totalidad exenta de partes no es una totalidad, es una parte. Y lo mismo sucede con un universal que carece de particularidades: no es un universal. Es, en todo caso, una particularidad con pretensiones universales.

La instrumentalización del lenguaje es una de las mayores conquistas de la racionalidad técnica que deriva directamente de la reflexión del entendimiento abstracto. En la medida en la cual el lenguaje de una sociedad va perdiendo sus referentes, sus contenidos histórico-culturales, su ethos, ésta se va haciendo cada vez más abstracta, más dependiente y pobre. Se puede medir la pobreza espiritual de una determinada formación social por medio de la constatación de la pobreza de su lenguaje. Una población pobre de Espíritu es una población fácilmente manipulable, dominable, heterónoma, triste, impotente. Debe recurrir a la evasión de la realidad “por otros medios” para poder soportar el peso de sus incontestables desdichas. Es, en una expresión, una población signada por la irracionalidad. No es que “la razón” se encuentre de un lado y la “sin razón” del otro. Para el gansterato, lo mismo que para sus distintos, “el lado correcto de la historia” es el “suyo”, cabe decir, el de cada posición correspondiente. Este es el modelo característico de la racionalidad instrumental que se vende como “ciencia”: la pobreza constitutiva, inmanente, de la razón ilustrada. No hubo mayor acto de “racionalidad” –desde el punto de vista de la perspectiva fascista, que ya había devenido lenguaje oficial del pueblo alemán– que la llegada al poder del Führer. Y fue así como la suprema razón, decretada por la Ilustración, terminó produciendo la abominable irracionalidad de Auschwitz. La ficción de la razón instrumentalizada consiste en el hecho de presentarse como la gran tabla de salvación frente a la irracionalidad, ocultándola en sus entrañas. La irracionalidad inherente al gansterato chavista –y la pobreza que está obligada, tanto material como espiritualmente, a imponer como “cultura”– es hija legítima de una racionalidad y de un lenguaje absolutamente vaciados de contenido, meramente formales, técnicos, metodológicos, instrumentales, publicitarios. Sus “modelos” y sus “políticas”, lo mismo que sus continuos “motores” –todos ellos, chatarra efímera, cohetones de un instante que se repite sin cesar–, se sustentan en una “razón” que no solo no es racional sino que se tiene que imponer por medio del miedo y de la más brutal violencia y represión, en nombre de los “sagrados principios” de la “razón de Estado”.

@jrherreraucv