La palabra libertad es una de las más usadas y exaltadas del vocabulario de todos los idiomas. No hay dirigente político o social que no la haya pronunciado muchas veces en sus alocuciones y discursos. Por la libertad el hombre ha luchado, padecido y muerto en las más diversas circunstancias y en los más conspicuos escenarios históricos. La filosofía, la literatura y el arte le han dedicado parte importante de sus quehaceres. Libros, pinturas, esculturas y monumentos se han consagrado a ella, sobre todo después de la Revolución francesa, la gran reivindicadora de la libertad. Calles, plazas, ciudades y países (Liberia) llevan su nombre. Se la considera el don más preciado del hombre. Y, no obstante, ¡cuán limitada es en realidad la libertad!
En este artículo no vamos a hablar de las libertades públicas (expresión, asociación, comunicación, sufragio, empresa, mercado, etc.). Tampoco nos interesará el concepto filosófico-religioso de la libertad humana, como libre albedrío del hombre según el cual éste puede actuar desenvueltamente, de una forma u otra, ante cualquier circunstancia o de no hacer nada si así lo prefiere. Eso es pura fantasía. El libre albedrío es muy restringido. Solo es posible en determinados casos. En la mayoría de ellos se impone la necesidad de hacer algo específico sin ninguna otra posibilidad. ¿De qué libertad, entonces, vamos a tratar?
Nos vamos a referir a la libertad en otro contexto, al llamado reposo del guerrero, a la posibilidad, bajo ciertas circunstancias, de gozar de ella en la vejez, una vez dejada atrás una larga vida de afanes y deberes. Hablaremos de esa libertad en forma amena y cariñosa porque se lo merece. Cuando somos niños habitamos mundos ideales y fantásticos en los que llevamos a cabo proezas y acciones cautivantes, muy distintas a las que realizaremos después, una vez concluida la infancia y cumplido el proceso de socialización al que somos sometidos. La infancia nos insinúa inclinaciones naturales, vocaciones heredadas de remotos antepasados de los que nunca tuvimos noticia. Ellas desaparecen de nuestras vidas cuando el hogar, la escuela, la sociedad y la vida misma nos llevan por derroteros que, si hubiéramos tenido la facultad de decidir, habríamos rehusado. Nuestra niñez con sus sueños y fantasías se va quedando relegada para convertirse en una evocación nostálgica en nuestra vejez.
El estudio y el trabajo, ineludibles para la propia subsistencia y de la familia, absorberá la mayor parte de nuestra vida útil. En la recuperación de las energías gastadas en esas actividades consumiremos otra porción importante de nuestro tiempo. El resto se nos irá en el cumplimiento de las obligaciones familiares y sociales. Solo la vejez, si a ella llegamos con buena salud, ánimo alegre, recursos y una prole que nos quiera y ayude, podrá proporcionarnos reposo y libertad. Es la llamada “edad dorada”, la etapa de la vida que es premio al sacrificio y la constancia. Para entonces habremos perdido el encanto de la niñez, la frescura de la juventud y el empuje de la madurez, pero quizá tengamos, si la hemos sabido cultivar, la sabiduría de la vida. Ella será la que nos acompañe por el resto del tiempo que nos quede, la que nos dé una nueva visión de las cosas, la que nos alegre o apene con sus muchos recuerdos y la que mitigue el dolor de las innumerables pérdidas que hemos tenido a lo largo de nuestra existencia.
La vida, aun la mejor, es siempre problemática. Hay quienes renuncian a todo buscando una supuesta libertad que no existe y escogen el camino de los vicios y las adicciones, solo para ser prisioneros de mayores privaciones y dolores. Lo propio es llevar la vida sabiendo que estaremos constantemente sometidos a sus rigores. Para quienes, aun sin tener condiciones extremas de existencia, no entienden esas razones, la vida les parece un castigo. Ellos deben ser la mayoría porque las religiones en general y el hinduismo en particular, consideran la muerte como una liberación, como una salida a la dolorosa existencia humana. Requiescat in pace, R.I.P. (descanse en paz), es la locución latina de despedida para todo aquel que deja este mundo.
No escogemos nuestra vida ni decidimos nuestro destino, aunque pensemos lo contrario. Continuamente nos enfrentamos a situaciones que nos llevan por un solo carril cerrándonos el paso de otros caminos que hubiéramos querido recorrer. No debemos amargarnos por eso. Son realidades que no podemos cambiar. La libertad que nos quede tras una larga vida de esfuerzo y trabajo bien llevada, es un premio y una merecida retribución. Si tenemos la suerte de llegar a ella en buenas condiciones, debemos, con todo el corazón, darle gracias a Dios.