La relación indestructible entre música y política es evidencia que plena enormes bibliotecas con estudios detallados hasta minucias. Basta recordar solo algunos de los nombres y episodios más conocidos popularmente para comprobarlo.
A grandes rasgos, Ludwig van Beethoven, respetuoso admirador de la Revolución francesa, tituló Bonaparte a su Quinta Sinfonía, pero cuando Napoleón se autocoronó emperador, le cambió el nombre y hasta hoy es la universal Heroica.
La patética biografía del director ruso Dimitri Shostakowich condensa las persecuciones y condenas que dictó la Revolución Soviética de Stalin contra compositores, instrumentistas y directores de orquesta opuestos a obedecer directrices de la roja tiranía fascista llamada Realismo Socialista contra la cultura rusa tradicional impedida de una evolución hacia la modernidad.
El nazismo, también criminal, utilizó la obra operática de Richard Wagner como sonido de fondo y sus letras de mensajes mítico-ancestrales para su propaganda sustentada en el racista “Alemania por encima de todo” del Tercer Reich. Satanizó al jazz como “aborrecible” y lo prohibió. El filme Cabaret visualiza y confronta satíricamente ese odio en varias escenas de calibre magistral.
En esa línea totalitaria, la Cuba castrista impuso la Nueva Trova, mezcla de algunos compases populares con un baladismo neutro que pretendió acabar con el danzón y otros géneros de profunda melódica, armónica y rítmica raíz mestizada, intento fracasado como su régimen mismo sostenido por la fuerza de las armas. Costumbre sexagenaria que se actualiza con la amenaza y secuestro de jóvenes músicos, periodistas y artistas hoy plantados en ciertas aceras habaneras, movimiento conocido como San Isidro por el nombre del sector donde se inició. Y todo comienza apresando a un muchacho reguetonero cuyas letras de monótono ritmo y casi ausente melodía, pecaba de “traición a la patria” por pedir libertad de creación y divulgación….
Meses antes de fallecer, Jacques Braunstein (ZL su recuerdo sea bendito), reconocido publicista nacionalizado venezolano, pionero de la producción y difusión del jazz en el país, viajó a los Estados Unidos de Norteamérica para visitar a su cercana familia, en verdad para explorar la posibilidad de radicarse allí. Al regreso dijo a confiables amigos que lo hizo porque advirtió que el chavismo acabaría con la emisora Jazz 95.5, como en efecto sucedió y ese cierre disfrazado de compra-venta implicaba la radicalización del fascismo rojo en Venezuela. Fenómeno que captó desde su primera infancia durante la Segunda Guerra porque oculto en un sótano europeo con sus padres y parientes, un pequeño aparato de onda corta transmitía emisoras clandestinas del mundo libre que radiaban el jazz estadounidense como señal de lucha libertaria contra el hitlerismo. Cada país marcó el triunfo liberador definitivo con su Himno Nacional y piezas jazzeadas. No fue por casualidad.
Es que el jazz esencial fusiona varias libertades individuales y de la sociedad internacional sin fronteras. Su origen religioso afroamericano en el siglo XVIII latente en el coral góspel (gódspel) de los esclavos negros en las plantaciones sureñas derivó en géneros diversos que incluyen el blues, hasta tocar incluso el pop. En casi todos ellos, pero con marcado énfasis en el jazz, se parte de una premisa melódica que es ley, sobre esas notas iniciales cada ejecutante instrumental y vocal, improvisa, inventa, fantasea su interpretación hasta culminar juntos en un final armonioso que repite sincronizado la frase primaria, lo que significa “soy libre, no interferí en mi colega y cada quien aportó lo suyo para obtener un resultado grupal satisfactorio”.
Quien sabe, ama o aprende a jazzear será un ciudadano responsable de sus actos en beneficio colectivo. Lo ratifica la vasta literatura sobre el tema, por ejemplo Swing frente al nazi, famoso testimonio directo del músico estadounidense Mike Swerin, quien reportó sobre muchos funcionarios alemanes obligados a obedecer que se escondían en buhardillas para escuchar jazz a modo de rebelde esperanza liberadora. Y sin ir tan lejos, el escritor español Antonio Muñoz Molina en su novela Como la sombra que se va combina en contraste fragmentos de su autobiografía intelectual como apasionado oyente del jazzismo con el penetrante perfil del blanco supremacista que asesinó a Martin Luther King.
El verdadero jazzófilo sabe escuchar a todos, puede rechazar ideas y sonidos antiguos o de moda, pero nunca segrega pues aprendió que la necesidad de ser libre va pareja con el auténtico existir.