Me repito, una vez más, sobre la cuestión de la guerra en Ucrania. Deseo fervientemente la derrota rusa en este dislate de guerra de segunda generación —tanques, cañones, cohetes, más propios de un filme americano de mediados del siglo XX— con fines territoriales, esencialmente de voracidad geopolítica. No obstante, me preocupa que al término tal aldabonazo, incluso perdiéndolo Vladimir Putin, sea el anuncio de la declinación de Occidente.
Lo han dicho Xi Jinping y el mismo Putin en los días previos a la invasión, recordándole al mundo que sus naciones representan a civilizaciones estables, con tradiciones milenarias de las que se enorgullecen. Mientras, en el oeste, acabamos con la estatuaria colombina, quemamos nuestras iglesias, condenamos a nuestros colonizadores, les pedimos indemnizaciones que ellos no le reclaman a romanos ni a musulmanes. En fin, nos declaramos huérfanos tremolando, eso sí, un severo complejo adánico e infantil, convencidos de que el futuro de la humanidad llegará atado al debate sobre la sexualidad; que no más sobre códigos culturales o declaraciones sobre la democracia y los derechos humanos.
Es cierto que la OEA, la ONU, la misma Casa Blanca, han montado sus vagones sobre los rieles de esa reflexión, y por lo mismo, al dejar de ser lo que han sido, se han vuelto remedos de la museística. En sus teatros de utilería sólo representan a la caída de la Roma Imperial, durante el siglo V de esa era que diera lugar a la otra que hoy borramos de la memoria: “No estamos ya en un régimen de cristianismo porque la fe —especialmente en Europa, … en gran parte de Occidente— ya no constituye un presupuesto obvio de la vida común”, señaló Francisco en 2019, desde su sede romana.
La mitad oriental de este Imperio, que lo fue, el romano, a raíz de las invasiones nórdicas dirigidas hacia el Oeste fue la única que sobrevivió. Odoacro —a quien el imberbe Romulus Augústalus mal le significaba alguna amenaza, tanto que le destrona sin resistencia— hizo entrega de la diadema y el manto de púrpura imperial a Zenón, cabeza del Imperio Bizantino.
Pues bien, la Roma de América ha abandonado Afganistán el 11 de septiembre de 2021, tras dos décadas desde la primera guerra del siglo XXI corriente: el derrumbe por musulmanes de las Torres Gemelas de Nueva York.
Ese mismo día —como sino testamentario— los gobiernos americanos adoptaban la Carta Democrática Interamericana y, seguidamente, sin que pasasen los años, se han encerrado todos a uno en sus metaversos, aquejados, por lo visto, de un explicable síndrome identitario.
La toma de Kabul por el Talibán y la retirada norteamericana del país asiático es la respuesta de un mundo en curso de deconstrucción civilizatoria, a partir de 1989. Las tercera y cuarta revoluciones industriales —la digital y la de la inteligencia artificial— han obligado, incluso, a la revisión de los sólidos vaticanos: “Este es un momento en el que parece evidente que el barro del que estamos modelados está desportillado, agrietado, roto”, agrega el mismo Francisco el 21 de diciembre de 2020 ante la Curia Romana. No le faltaba razón. El año anterior y en la misma fecha advertía que nos toca “vivir en una cultura ampliamente digitalizada, que afecta de modo muy profundo la noción de tiempo y de espacio, la percepción de uno mismo, de los demás y del mundo”.
La pregunta, que no huelga y se hace así vital en esta hora de violencia, es si las señaladas revoluciones, que se dicen globales, ¿acusan tal énfasis deconstructivo también en Oriente? ¿La tarea de cosificación de lo humano –dato digital o pieza de la naturaleza, como las estima el neomarxismo progresista en boga– avanza por igual en ambos extremos del planeta?
USA se ha retirado del Asia arguyendo políticas de retrenchment y de restraint, de retraimiento y de restricción. El caso es que eso mismo, textualmente, le están demandando a Occidente y a Estados Unidos los gobiernos chino y ruso coaligados: “Una nación puede elegir las formas y métodos de implementar la democracia que mejor se adapten a su estado particular, … sus antecedentes históricos, tradiciones y características culturales únicas. Corresponde únicamente al pueblo del país decidir si su Estado es democrático”, reza la Declaración de Pekín sobre la Relaciones Internacionales en la Era Nueva, adoptada en la víspera de la guerra a los ucranianos.
Tras la guerra de Rusia, así se lo disimule, está China. Aquella es su mascarón de proa, su ensayo para alcanzar la unidad propia y el caso es que ya inunda con sus finanzas a todo mundo occidental, silenciándolo. Se prepara para conducir la globalización planetaria desde Shanghái y el orbe Pacífico.
La cuestión es que el discernimiento de Occidente al respecto es vago y mediocre, trivial y deshumanizado. Cree ganar en libertades y las pierde, como lo apunta con lucidez admirable Rafael Tomás Caldera, académico de la lengua (“Defensa del límite”, La Gran Aldea). Las gentes de nuestro mundo creen ser libres, exactamente, disolviendo los «límites» de la naturaleza humana, dando a Dios por muerto. Omiten, autodestruyéndose, que sólo la conciencia sobre las fronteras inamovibles de la humano racional es la que nos permite ejercer una libertad responsable, escoger caminos para superar las «limitaciones», que son otra cosa. Las limitaciones resultan de la obra de lo humano y de su quehacer cultural, en el lugar y a través de los tiempos.
En la última Asamblea de la OEA, no por azar se denunciaba desde Lima haber ocupado su tiempo dialogando sobre el sexo variable de nuestra especie. La igualdad y la pobreza quedaron de lado, mientras una misión de la ONU concluía que, desde Caracas, aún opera una cadena de mando que ejecuta crímenes de lesa humanidad como política de Estado; sin el ruido, eso sí, de los tanques y cañones rusos.
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