En el VI Diálogo Presidencial recién organizado por el Grupo IDEA -Iniciativa Democrática de España y las Américas– con apoyo del Miami Dade College y el Instituto Atlántico de Gobierno, doce de los exjefes de Estado que lo conforman, junto con la vicepresidenta de Colombia y el secretario general de la OEA, abordaron la cuestión del peligro que se cierne sobre la libertad si la Era digital obvia todo discernimiento antropológico para ordenar sus poderes inconmensurables.
Se tuvo presente que la reflexión señalada es consistente con las prédicas de la Declaración de Madrid sobre Crecimiento en Libertad adoptada por IDEA en el año precedente. “La agenda latinoamericana de futuro, basada en la defensa de la democracia, del Estado de Derecho, de la libertad de las personas y de la estabilidad económica e institucional, no sólo no debe postergarse sino acelerarse al máximo…”, “bajo el compromiso de salvaguardar la iniciativa privada, asegurar la alternancia en el ejercicio del poder por los gobiernos, y sostener las garantías de la sujeción de todos al imperio de unos valores y reglas constitucionales compartidas”, reza su texto.
Ahora bien, para nadie es un secreto que tales valores y reglas sufren hoy – “han sido puestos en cuestión”, como bien lo ha señalado el expresidente español José María Aznar – como si los sólidos de la misma libertad se nos estuviesen derritiendo.
Algunos elementos de juicio, por ende, cabe considerar –de allí el sentido vertebral del VI Diálogo convocado, sin que sea un escapismo intelectual ante la tragedia y urgencias que padecen, por ejemplo, cubanos, nicaragüenses, venezolanos en este instante.
Vivimos, justamente, un proceso global de deconstrucción cultural y política no atendido ni entendido con alerta suficiente. Envuelve, en sí, la razón de los graves tropiezos y desencantos democráticos que se expanden en Occidente. Esa deconstrucción lleva treinta años desde 1989, y se hace agonal, casualmente, con el COVID-19.
El ingreso de la humanidad a la Tercera Revolución Industrial, la digital, y su avance hacia la Cuarta, la de la robótica o de la inteligencia artificial, deja atrás, progresivamente, la diatriba entre capitalismo y comunismo. Pero el caso es, que las agendas globales que transitan entre la cuestión de la gobernanza digital y el ecologismo profundo como supuesto moderador de esta, no abundan sobre la libertad o la democracia, o acerca del Estado constitucional de Derecho. Menos abordan la emergencia y mudanza de los gobiernos de los Estados en populismos autoritarios de variado signo, o lo más grave, el establecimiento de novedosos Estados criminales en el siglo XXI.
El acceso ilimitado a datos instantáneos (5G) por las gentes, significan lo que otras generaciones recibían como información durante centurias. Todo comienza a estar conectado con todo: la política, la cultura, la religión, la economía, las transacciones comerciales o financieras, la movilidad humana, la atención médica, el acceso a los insumos esenciales para la vida como las vacunas para el COVID, y tras de estos el fenómeno de la criminalidad transnacional.
En las elecciones que se han celebrado en la región, sea Argentina o en Ecuador, en el mismo Estados Unidos o Perú, o a propósito de las manifestaciones destructivas ocurridas en Chile y Colombia, el entramado de las redes virtuales y quienes las controlan han sido determinantes. Han demostrado tener un peso y efectividad decisorios. La contracara, en la pandemia o en la lucha por la libertad sea en Cuba como en Venezuela, ante la inacción del multilateralismo y los gobiernos, el andamiaje digital pasa a ser una tabla de salvación. Son verdades meridianas y confirmadas por la experiencia.
El asunto de fondo es que el valor del espacio o la geografía, y el del tiempo, que forjan y dan sentido de pertenencia a las familias y sus generaciones en la localidad, en la ciudad, y que dejan historia para que la vida humana no se extinga con la muerte, sufren dentro del ecosistema digital, regido por la inmediatez, lo instantáneo, y lo descartable. Deconstruyen las instituciones fundadas en la lógica de los primeros: los Estados, las organizaciones que estos forman.
Entre tanto, los enemigos de la libertad –socialistas del siglo XXI, trucados de progresistas, o los «demócratas de usa y tire»– tras tres décadas de pulverización de lo democrático y ante la disyuntiva predican «hombres nuevos», ciudadanos digitales sin partida de nacimiento, seres sin memoria, avergonzados, como en Occidente, de lo que hemos sido y lo que somos como civilización de la libertad.
¿Dónde quedan, entonces, nuestras raíces, forjadas dentro del concierto atlántico a lo largo de más de 500 años y que a algunos les dan urticaria? ¿Ante el huracán del desarraigo, sobreviviremos sin raíces ni identidad?
Las Américas, en un ir y venir atlántico de centurias, en el cruce constante entre las varias culturas que se entrelazan, forja ese patrimonio humano y espiritual que José de Vasconcelos llama «mestizaje cósmico». Pero ese criollismo nuestro como resultante es vituperado y se busca apagarlo y condenarlo tras alegatos ecológicos, mediante las separaciones étnico-raciales y la predica de derechos a la diferencia. Todos los derechos no son más derechos para todas las personas. Cada retícula, cada etnia, reclama los suyos. Se siente ajena a los otros, a los diferentes.
La política, en fin, es praxis, pero ante todo es sueño y discusión sobre el porvenir. Se degrada si media la parálisis racional y volitiva, con sentido antropológico y de transcendencia. Pero la política, parte esencial de nuestra cultura atlántica y occidental judeocristiana, nos obliga a preguntarnos, ante el fenómeno global digital que nos tiene como meros «usuarios», si existe alguna diferencia entre el saber hacer y el poder hacer. ¡Y es que la historia de los totalitarismos se ha hecho fértil desde cuando el individuo, sabiendo que sabe hacer, cree que puede hacer sin límite alguno, desasido de la ética de la libertad!
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