En los últimos días, Oscar D’León, legendario cantante venezolano de salsa, ha sido objeto de fuertes críticas tras optar por no emitir una opinión política en una entrevista relacionada con la crisis en Venezuela. Su decisión de mantenerse al margen no sorprende, pero ha encendido los ánimos de aquellos que, desde los extremos políticos, ven en el silencio una falta de compromiso. Sin embargo, esta reacción refleja un fenómeno más amplio y preocupante en la sociedad venezolana: la polarización extrema y la intolerancia hacia la pluralidad de pensamiento.
Oscar D’León no es un político, es un artista. Su legado musical trasciende fronteras y ha puesto a bailar a cientos de miles de personas, desde Venezuela hasta Japón. Su arte, su salsa, ha sido un puente entre culturas, llevando la alegría del Caribe a rincones inesperados del mundo. Es un orgullo nacional que, lejos de deber su éxito a una postura política, lo ha construido con décadas de esfuerzo, talento y dedicación.
La crítica feroz hacia Oscar por su falta de posicionamiento político es un síntoma de una sociedad donde la polarización ha alcanzado niveles alarmantes. La cultura de la cancelación, en la que se descalifica a quien no se alinea con una determinada ideología, está destruyendo el tejido social. La libertad de expresión, defendida solo cuando es conveniente, se convierte en un arma de ataque para silenciar a quienes no comparten un mismo pensamiento. ¿No es acaso contradictorio exigir libertad de expresión mientras se ataca a quienes eligen no opinar o no adherirse a un bando político?
Oscar D’León, como cualquier ciudadano, tiene el derecho de optar por no involucrarse en debates políticos. Su silencio no lo convierte en cómplice ni en adversario, simplemente es una elección personal. No es el primer artista que ha enfrentado estas críticas. Hemos visto a otras figuras públicas caer en el mismo ciclo de ataques por expresar o no su opinión, y este patrón continúa alimentando un clima de odio y fanatismo en el país.
Más preocupante aún es el impacto de esta mentalidad en la economía y el bienestar social. Hace solo unos meses, el llamado al boicot se dirigió contra Ridery, una empresa de transporte que fue duramente atacada por prestar servicios al gobierno de Nicolás Maduro. Este tipo de acciones no solo afectan a las empresas y sus propietarios, sino también a los trabajadores y sus familias, personas comunes que dependen de su empleo para subsistir. Esta dinámica de boicots y ataques refleja una tendencia hacia el extremismo que no deja espacio para el diálogo ni el entendimiento.
Ciertamente, el gobierno nacional ha clausurado empresas, sancionado e incluso encarcelado a muchos que han manifestado en su contra. Este patrón de represión política ha generado un ambiente de miedo y ha incrementado la antipatía hacia aquellos que eligen ser neutrales o mostrar afinidad hacia el régimen. Para muchos, esta hostilidad hacia los imparciales o afectos al gobierno se justifica bajo el argumento de que, ante una crisis política y humanitaria tan profunda, el silencio o la aparente indiferencia son formas de complicidad.
Sin embargo, la reacción ante la neutralidad no debería ser vista de manera simplista. Oscar D’León, al igual que muchos otros, no es un actor político, y el peso que se le da a su opinión no debería ser mayor que el de cualquier otro ciudadano. Atribuir una responsabilidad desmedida a los artistas, empresarios o figuras públicas por no alinearse políticamente solo fortalece la polarización y reduce el espacio para la pluralidad de ideas.
La polarización está erosionando la capacidad de la sociedad venezolana para encontrar consensos mínimos. En lugar de construir puentes, se profundizan las divisiones. Esta fragmentación del alma nacional dificulta aún más cualquier intento de reconciliación o avance hacia un futuro común.
Es fundamental recordar que la música y el arte en general son expresiones de libertad, de alegría y de humanidad. Oscar D’León no representa un partido ni una ideología, sino el orgullo de un país que ha aportado inmensamente a la cultura global. Los extremistas que buscan destruir su legado deben entender que el verdadero valor de un artista reside en su capacidad para unir a las personas, no para dividirlas.
Por eso, sigamos bailando al son de su música y recordemos que la riqueza de una sociedad radica en su diversidad, en el respeto por las diferencias y en la capacidad de coexistir con ellas. La verdadera libertad no es solo la de expresar una opinión, sino también la de elegir no hacerlo.
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