En una ironía del destino, el aparato legal estadounidense, diseñado hace más de un siglo para combatir los odios y las injusticias del racismo y la segregación, se convierte ahora en el inesperado azote de algunos «líderes» venezolanos que, bajo la máscara de opositores, no han hecho más que perpetuar el saqueo que dicen combatir. La Ley del Ku Klux Klan, una herramienta legal concebida para desmantelar organizaciones racistas y perseguir a quienes conspiran en contra del bien público, emerge en esta tragicomedia como una espada de Damocles sobre quienes en el exilio encontraron su nueva mina de oro.
Hoy, en tribunales federales enfrentan una -para ellos inesperada- demanda de rendición de cuentas de parte de un conglomerado que une desde humildes trabajadores de las zonas más golpeadas del país hasta miembros solventes de una burguesìa criolla e inmensamente nacionalista. No tienen escape.
El cinismo, como siempre, resulta ser el hilo conductor de esta historia. Los personajes que hoy enfrentan acciones legales bajo el amparo de esta ley no son solo figuras menores en el gran espectáculo de la política venezolana. Muchos de ellos, antaño vocales defensores de la democracia, lograron construir un perfil de resistencia que les permitió infiltrarse en las redes internacionales del apoyo al pueblo venezolano. Desde oficinas en Miami o Madrid, arropados con discursos incendiarios contra el chavismo, estos nuevos «patriotas» lograron hacerse con el control de fondos públicos que, en teoría, debían ser destinados a aliviar el sufrimiento de millones de venezolanos. Pero, como bien sabemos, en la práctica, dichos recursos terminaron financiando mansiones, vehículos de lujo y cuentas bancarias rebosantes en paraísos fiscales.
El hecho de que la Ley del Ku Klux Klan esté siendo utilizada contra estos personajes es un recordatorio irónico de cómo las leyes, incluso aquellas diseñadas para contextos radicalmente diferentes, pueden encontrar nuevas aplicaciones en la lucha por la justicia. Si bien el propósito original de esta legislación era combatir conspiraciones racistas, su uso actual para perseguir redes de corrupción transnacional subraya una verdad incómoda: las conspiraciones que destruyen el tejido social no siempre vienen del enemigo obvio, sino, a menudo, de quienes se presentan como aliados.
Son quienes dicen «no es conveniente señalar las faltas de los compañeros»
La figura de estos políticos que usan su exilio para la auto-promoción, con una retórica llena de llamados a la justicia, se asemeja más a los oportunistas que alguna vez juraron destruir. Mientras denuncian, con pompa y escándalo, las atrocidades del régimen de Maduro, trabajan en silencio para replicar en el exilio las mismas dinámicas corruptas que condenan. Es, en esencia, una versión sofisticada de aquello que Pérez Jiménez llamaba «enemigos internos» del progreso. No se trata de revolucionarios que dinamitan puentes, sino de “opositores” que saquean cuentas y erosionan la confianza en el discurso democrático.
Lo más lamentable es el daño colateral que estas acciones generan en la lucha real por la democracia venezolana. Cada vez que uno de estos farsantes es desenmascarado, el régimen chavista encuentra nuevo material para reforzar su narrativa de que toda la oposición es corrupta. De esta manera, no solo roban dinero, sino también la credibilidad de quienes, desde dentro y fuera de Venezuela, trabajan incansablemente para devolver al país la dignidad perdida.
La Ley del Ku Klux Klan, en su inesperada reinvención, recuerda que las conspiraciones contra la decencia no tienen color ni ideología. El saqueo de fondos públicos no es un acto revolucionario ni una estrategia política: es un crimen, y como tal, debe ser perseguido. El exilio, que debería ser una trinchera de lucha contra la dictadura, se ha convertido en un escenario más donde los «opositores» de ocasión repiten los vicios del chavismo.
Desde las oficinas de Nueva York hasta los tribunales de Delaware y Florida, la aplicación de esta ley contra estos falsos líderes es un acto poético de justicia como podría haber dicho Cabrujas. Quizá por primera vez en años, algunos de estos actores enfrentan consecuencias reales por sus acciones. No es suficiente para reparar el daño que han causado, pero al menos marca el inicio de un necesario proceso de rendición de cuentas.
El verdadero enemigo de la democracia venezolana no siempre está en Miraflores. A menudo, viste de traje, tiene buen inglés y firma cheques desde el extranjero. La tragedia de Venezuela no es solo la dictadura que la asfixia, sino también la hipocresía de quienes, en nombre de la libertad, saquean lo que queda de sus recursos. La Ley del Ku Klux Klan, en esta inesperada reencarnación, nos recuerda que la justicia, aunque tardía, siempre encuentra caminos inesperados para manifestarse.
Mientras tanto, la oposición real, aquella que resiste desde la cárcel, el exilio o el anonimato, sigue luchando por limpiar el nombre de una Venezuela que, incluso en su hora más oscura, aún sueña con la redención.
Jorge Alejandro Rodríguez es ingeniero electricista (IUPFAN), MSc Finanzas (IESA), MBA Negocios Internacionales (Tulane), CAS Políticas Tecnológicas (ETH-Zürich).
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