El año 1915 marca un importante hito en las políticas indigenistas de Venezuela. En ese año se promulga la Ley de Misiones que normó el establecimiento de misiones religiosas entre las poblaciones indígenas del país. La ley fue aprobada el 16 de junio de 1915 y el 10 de agosto de ese mismo año se aprobó su reglamento, que sería derogado y sustituido por otro el 26 de octubre de 1921 (Armellada 1977). Fray Cesáreo de Armellada solía contar que esa ley había generado muchos debates en el Congreso de la República y no pocos desacuerdos. En alguna oportunidad los diputados se dirigieron a Gómez para que mediara o dirimiera las diferencias, pero este siempre argumentó que era trabajo de ellos legislar y llegar a acuerdos. Quizá esas desavenencias incitaron la modificación del reglamento seis años después y retrasaron los acuerdos con las órdenes religiosas.(1)
La Ley de Misiones dará inicio a una larga etapa de indigenismo delegado que duró más de treinta años. Su impacto, sin embargo, se extendió al menos durante unas siete décadas (Arvelo-Jiménez y Biord-Castillo 1988). Luego comenzó una etapa de declinación de las misiones como uno de los ejes de las políticas indigenistas hasta la derogación de dicha ley en 2005, mediante la promulgación de la Ley Orgánica de Pueblos y Comunidades Indígenas (Biord Castillo 2006). No obstante, la Ley de Misiones sentó y fundamentó una praxis político-administrativa tanto en el orden civil como en el eclesiástico que aún perdura con relevantes implicaciones para el indigenismo venezolano. Por ello es pertinente considerar sus antecedentes históricos, las premisas implícitas y las consecuencias inmediatas.
Entre los antecedentes históricos, se debe destacar que en la época colonial el Estado español empleó fundamentalmente dos instituciones para la atención de las poblaciones indígenas. La primera de ellas y la más efímera y cruel fue la encomienda. Por una parte, la encomienda supuso en muchos casos una inmisericorde explotación de la mano de obra indígena que contribuyó a diezmar a la población, especialmente durante el llamado período antillano. Por la otra, generó una servidumbre que devino en una especie de esclavitud. Un grupo de indios era “encomendado” a un español que se beneficiaba del trabajo de los indígenas a cambio de su reducción y apoyo a la evangelización.
La otra institución fue la de las misiones que llevaron a cabo diversas órdenes religiosas. Estas últimas facilitaron la reducción de los pueblos indígenas, es decir, el cambio social que supuso su inserción en la sociedad colonial, y, como corolario de ello, la cristianización y la castellanización o hispanización lingüística (es decir, la imposición del idioma español y el progresivo desplazamiento y sustitución de las lenguas indígenas). Las misiones en Venezuela estuvieron vigentes hasta la Independencia, pues la Constitución federal de 1811 tendió a eliminarlas (artículo 200).
El Estado español consideró la necesidad de un tratamiento diferenciado para los pueblos indígenas y lo plasmó tanto en una legislación especial como en una praxis ad hoc. Así se adoptaron las llamadas instituciones de comunidad, se designaron funcionarios indigenistas y se efectuó el reconocimiento de la propiedad territorial de las comunidades o pueblos de indios (reducciones o misiones). Todo ello fue conceptuado como “república de indios”, a diferencia de las disposiciones ordinarias para las poblaciones no indígenas (“república de españoles”). Con frecuencia estos términos se malinterpretan en la actualidad, pues se confunden con el modelo republicano del Estado basado en la separación de poderes cuando significaba más bien “cosa pública o interés público de una colectividad” (2), es decir dos regímenes administrativos: el ordinario de blancos o españoles y el especial de indios.
Reinstaurada la República y especialmente tras la separación de la República de Colombia, las misiones religiosas quedaron extintas. Hubo varios intentos de reintroducirlas, entre ellas, las promovidas por el general José Antonio Páez en la década de 1840. Sin embargo, no se concretó ni la voluntad política efectiva ni probablemente la percepción de la necesidad de que el Estado tuviera una política coherente hacia los pueblos indígenas (Biord 2005). Esto último, sin embargo, tuvo una significación contradictoria paradójica: por un lado, supuso un abandono de las poblaciones indígenas por parte del Estado, pero por el otro les permitió un margen de sobrevivencia y resistencia cultural que difícilmente hubieran logrado dichas sociedades sin ese olvido administrativo. Esto es especialmente cierto si se consideran dos aspectos, primero, la intencionalidad del Estado de destruir las antiguas comunidades o resguardos mediante disposiciones legislativas que ordenaban su partición y reparto, lo que se tradujo en fragmentación y enajenación de las tierras; segundo, la reiterada finalidad de “educar” y “reducir” a las poblaciones indígenas. Esto último era una expresión de la idea colonial de “civilizar” a los indios.
Para analizar las premisas implícitas, el primer artículo de la ley resulta muy explícito. Allí se establece su propósito: “Con el fin de reducir y atraer a la vida ciudadana las tribus y parcialidades indígenas que aún existen en diferentes regiones de la República, y con el propósito, al mismo tiempo, de poblar regularmente esas regiones de la Unión, se crean en los Territorios Federales y en los Estados Bolívar, Apure, Zulia, Zamora [actual Barinas] y Monagas tantas misiones cuantas sean necesarias, a juicio del Ejecutivo Federal”.
A partir del texto de ese artículo, es posible establecer ciertas correlaciones semánticas que permiten inferir las premisas implícitas en la Ley de Misiones. Así “reducir” y “atraer” son medios para lograr una “vida ciudadana” que implica el “poblar regularmente”. En otras palabras, se postula que la vida ciudadana requiere una población regular opuesta a la idea no expresada textualmente del nomadismo y la falta, en consecuencia, de civilidad de las poblaciones indígenas. De allí que “atraer” y “reducir”, en este orden, signifiquen “civilizar” y “evangelizar”, esto último dado que la tarea se le encomienda a misioneros religiosos.
La idea de “civilizar” queda mejor plasmada, sin embargo, en algunas de las disposiciones del Reglamento. Entre otras ideas se ordena, fundar misiones (artículo 2°), que el Vicario o Director de la misión se encargue de: “Proveer la Misión de semillas, sementeras, instrumentos de agricultura, de caza y de pesca, de textos y de material de enseñanza y de provisiones y vestidos” (artículo 5°, literal d), “Escoger en cada Misión uno o más indios, entre los adelantados en sus estudios, para ser educados en los planteles docentes de los Estados o del Distrito Federal” (artículo 5°, literal e). Igualmente se señala: “La instrucción primaria elemental es obligatoria y gratuita y el idioma oficial es el castellano que se enseñará a los indígenas que lo ignoren” (artículo 13°).
Varias disposiciones buscan proteger al indígena de la explotación, como las disposiciones relativas a la exención transitoria (por tres años) de todo impuesto y servicio militar (artículo 9°), los castigos ya que se establece que “Están terminantemente prohibidos los azotes, todo castigo infamante y el uso de licores espirituosos” (artículo 12°). Asimismo, se ordena “vender el excedente de la producción y distribuir su producto, después de descontado el montante de los suplementos, más el 10 por ciento al indio o indios dueños de los productos. Este 10 por ciento se aplicará al fomento de la Misión” (artículo 10°).
El Reglamento de 1921 recoge algunas de estas disposiciones y consagra su espíritu legislativo. Resulta interesante resaltar la intención asimilacionista de la ley que refleja el pensamiento de la época sobre las poblaciones indígenas. Entre otros indicios, podemos aprehenderlo de la obligatoriedad del uso del castellano en desplazamiento o sustitución de los idiomas indígenas, la imposición de valores mediante la educación (por ejemplo, el vestido y la consecuente valoración negativa de los trajes tradicionales) y el énfasis en la educación y la enseñanza de técnicas que, si bien no son aspectos negativos en sí mimos, implicaban la imposición y enajenación así como la supresión de conocimientos, muchos de ellos asociados a la biodiversidad. Es todo lo contrario de lo que hoy, por ejemplo, se denomina diálogo de saberes y haceres, desde una perspectiva de interculturalidad y enriquecimiento mutuo de las culturas. La mentalidad de la época veía como un problema la existencia de poblaciones no reducidas o sujetas al orden civil tenido como meta de la política indigenista (Biord Castillo 2008).
El reglamento de 1921 no deja lugar a dudas al afirmar, en su artículo 3: “Transitoriamente, y en tanto el poco desenvolvimiento de la obra no permita otra cosa, podrán establecerse en algunas poblaciones civilizadas, cercanas a las regiones donde existan tribus salvajes, residencias para los Vicarios o Directores, y centros de provisión…”. El contraste entre la oposición poblaciones civilizadas y tribus salvajes resulta evidente y revelador de la concepción que en la época se manejaba sobre los pueblos indígenas y sus culturas. Ello se ratifica en el artículo 11° de dicho Reglamento cuando se expresa que los indígenas que abandonen el nomadismo deben asentarse donde les indiquen los misiones “a fin de que vayan formando caseríos y adquiriendo la práctica de la vida social”.
Tras la aprobación del reglamento de 1921 que precisaba ciertos detalles sobre la delegación de la autoridad civil en los misioneros y las competencias que estos tendrían como autoridad delegada, se instalan misiones religiosas en la Gran Sabana (estado Bolívar) para atender a la población pemón, en el entonces Territorio Federal Delta Amacuro para la atención de los waraos, en el también entonces Territorio Federal Amazonas para atender a diversas poblaciones indígenas originarias de la región y posteriormente en la Sierra de Perijá para atender a los llamados en aquella época motilones: los bravos o barí (de familia lingüística chibcha) y los mansos o yukpas (de filiación lingüística caribe). Los salesianos se encargaron de las misiones del Territorio Federal Amazonas y en un primer momento también del oeste del estado Bolívar (actual municipio Cedeño) y los hermanos menores franciscanos o capuchinos del resto de las misiones nombradas. Estas misiones darían origen, respectivamente, a los Vicariatos Apostólicos del Caroní (con sede en Santa Elena de Uairén, estado Bolívar), de Tucupita (hoy estado Delta Amacuro, separado del Vicariato Apostólico del Caroní), Puerto Ayacucho (hoy estado Amazonas) y Machiques (estado Zulia), hoy diócesis de Machiques.
Los centros misionales allí instalados con el espíritu y letra de la Ley de Misiones y sus reglamentos, en particular las premisas implícitas o ideología subyacente, desarrollarán una obra caracterizada por un fuerte cambio sociocultural y lingüístico y una compulsiva evangelización. Esta labor, realizada con buenas y cristianas intenciones, produjo intensos cambios individuales y sociales y, en los planos axiológico y epistémico, indujo entre los indígenas sentimientos de ambivalencia cultural: es decir, sentimientos intermitentes y velados de vergüenza étnica, cultural y lingüística, así como pérdidas significativas de recursos culturales que solo pueden ser ponderados en un abordaje de largo tiempo. No obstante, también debe señalarse que los misioneros constituyeron una barrera significativa contra la explotación de los pueblos indígenas, contribuyeron a los planes de salud y nutrición y a divulgar las culturas y lenguas indígenas. Más adelante, en especial después del Concilio Vaticano II y de las reflexiones críticas de antropólogos e indigenistas e incluso de algunos misioneros, la actitud de las misiones religiosas católicas cambió en su conjunto hacia un mayor respeto hacia la diversidad sociocultural y lingüística y de apoyo a sus reivindicaciones.
Si bien la Ley de Misiones buscaba resolver un problema que el Estado venezolano no había logrado encarar ni por supuesto resolver, supuso la imposición de premisas de cambio cultural y, en cierta medida, subordinó la acción misional a la conquista territorial, como se desprende del artículo 5° del Reglamento de 1915 que señala en su literal a) que una de las funciones del vicario o director es: “Recoger cuantos datos le fuere posible con los Misioneros y con los indios sobre descubrimientos minerales, vegetales y animales, debiendo reunir las muestras de tales descubrimientos para su estudio por los técnicos competentes y su ulterior explotación o aplicación”.
Esta intención asimilacionista, subordinada a otros planes del Estado, se puede rastrear incluso hasta en la constitución de 1961 que, en su artículo 77, creaba un régimen de excepción para que los indígenas se incorporasen a la vida activa de la Nación (Biord 1984). En cierto sentido, contrasta con disposiciones de la época colonial que crearon regímenes diferenciados para los indígenas. En todo caso, debe subrayarse que las misiones católicas a diferencia de otras atendidas por misioneros evangélicos fundamentalistas terminaron por respetar las sociedades, culturas e idiomas indígenas y fomentar su conservación, transmisión y divulgación. Está pendiente, sin embargo, una ponderación más amplia de la acción misionera de la Iglesia católica entre indígenas en Venezuela.
Referencias
Armellada, Cesáreo de. 1977. Fuero indígena venezolano. Montalbán (Revista de la Universidad Católica Andrés Bello, Caracas) Nº 7: 7-423.
Arvelo-Jiménez, Nelly y Horacio Biord-Castillo. 1988. Venezuela, desarrollo económico y pueblos indígenas. En Elizabeth Reichel (comp.): Identidad y transformación de las Américas. Memorias del 45º Congreso Internacional de Americanistas. Bogotá: Uniandes, pp. 219-248.
Biord, Horacio. 1984. Marco teórico y legal para el estudio de problema indígena en Venezuela. Anthropos-[Venezuela] Nº 9: 135-158.
Biord, Horacio. 2005. La consagración de la irrealidad. Silencio constitucional en materia indígena en Venezuela (1830-1900). Boletín de la Academia Nacional de la Historia (Caracas) N° 350: 85-110.
Biord Castillo, Horacio. 2006. Algunos retos y perspectivas ante el cambio del ente rector de las políticas públicas para pueblos indígenas. Anthropos(Venezuela) (Revista del Instituto Superior Salesiano de Filosofía y Educación, Los Teques, estado Miranda) Nos 52-53: [53]-64.
Biord Castillo, Horacio. 2008. Indianismo, indigenismo e indiocracia: noventa años de políticas públicas para pueblos indígenas en Venezuela. Kuawai (Revista del Departamento “Hombre y Ambiente”, Universidad Nacional Experimental de Guayana, Ciudad Bolívar, estado Bolívar) 1 (2): 396-431.
Nota: Una versión previa con el título “ El centenario de la Ley de Misiones (1915-2015): indigenismo delegado en Venezuela” fue presentada como ponencia en el IX Encuentro de Cronistas e Historiadores de Venezuela, organizado por el Grupo de Historia Regional y Local «Efraín Hurtado» y el Ateneo de Calabozo. Calabozo (estado Guárico), septiembre 26 y 2, 2015.
hbiordrcl@gmail.com
(1) Fray Cesáreo de Armellada no solo fue mi profesor en la Escuela de Letras de la Universidad Católica Andrés Bello, sino que tuve el honor de ser su asistente en el Centro de Lenguas Indígenas entre 1980 y 1981. Le escuché contar esa versión en varias oportunidades. Nacido en España el 1º de febrero de 1908, fray Cesáreo llegó a Venezuela en enero de 1933 todavía con 24 años de edad. Supongo que conoció esa anécdota de Gómez por tradición oral, gracias a los primeros misioneros o a ministros y congresistas del régimen gomecista. No es de extrañar las posiciones encontradas de los congresistas debido a las actitudes anticlericales de la época y el auge de las ideas positivistas y evolucionistas.
(2) Cuarta acepción del Diccionario de la Lengua Española (dle.rae.es)