Cada vez con mayor frecuencia y de acuerdo con estudios de opinión, la percepción negativa de la democracia parece ganar adeptos y surgen posturas que indicarían que un creciente número de personas en países desarrollados y subdesarrollados conciben como única salida a las crisis sociopolíticas de sus respectivas naciones la instauración de gobiernos de orientación dictatorial. He aquí donde se pone de manifiesto las interrogantes siguientes: ¿es realmente la democracia el mejor sistema para regir el destino de los pueblos?, ¿el ganar las elecciones significa hacerse efectivamente con el mando? y ¿las estructuras de dominación son impermeables a la voluntad del elector? Si algo ha quedado en evidencia es que en la inmensa mayoría de los países americanos la democracia es una entelequia, dado que los factores de dominación siguen intactos y la decisión del electorado usualmente queda frustrada una y otra vez. La batalla por rescatar esta potestad amerita una enorme coalición política, un claro objetivo estadista y la consciencia del sacrificio.
Es innegable que de manera reiterada nos encontremos con algunas dictaduras que gozan de una marcada aceptación y popularidad pero, lejos de esto, nada indica que a la luz de los hechos el resultado de esos procesos acaben con las problemáticas que diezman a un sinnúmero de países. Las grandes tareas para sacar adelante a un país obligatoriamente pasan por la reducción de la fuerza que sostiene a las estructuras corroídas e insanas de nuestros países; eso indudablemente va más allá de la expresión en las urnas y exige un compromiso acérrimo con la transformación y cambios sustanciales en las formas en que se manejan los recursos naturales, así como el cese de la absorción de la riqueza por grupúsculos adheridos a las esferas de autoridad.
No existe régimen autoritario que no sea una perversión, algunos pueden llevar ciertos beneficios para diversos sectores. Ser condescendientes con gobiernos que conculcan la libertad a cambio de favorecer o enarbolar banderas de justicia e igualdad para los desfavorecidos, conlleva pagar un altísimo costo que acarrea mayores desigualdades e injusticias que aquellas a las que ese gobierno de facto pretende inicialmente combatir.
Curiosamente hemos sido testigos de maltrechos episodios en los que ganar una elección y con ello hacerse con el gobierno, no se extrapola a dominar el sistema del estado, sistema que en nuestro caso es inerte, burocrático, supremamente ineficiente y corrupto. Es alarmante como cada día comprobamos que Venezuela está sumida en una pavorosa crisis en la que se pone en marcha activamente la conjunción de corruptos y corruptores. En todos los estamentos nacionales se observa el fracaso de la sociedad; se ha impuesto la ley de la supervivencia a costa de los demás y de la extinción de los valores humanísticos. Es imposible que un régimen logre funcionar y establecer un real beneficio sociocultural si no es eficiente y transparente; al mismo tiempo debe ser responsable de garantizar nuestros derechos pero, a la vez tiene que ser un celoso vigilante del cumplimento de nuestras obligaciones como ciudadanos.
El estado es la representación institucionalizada de la sociedad y por medio de este es que se realiza su accionar colectivo para su desarrollo. Una secuencia de gobiernos corruptos y deficientes, y el aprovechamiento de los recursos por parte de una élite, invariablemente ocasiona la deformación del estado, trastocándose en una jefatura que subsiste precariamente y que es altamente incapaz de satisfacer las necesidades de la población y, particularmente, no puede otorgar oportunidades para que principios moralmente necesarios se expresen en el conjunto de la mayoría. No puede existir un pueblo honesto y responsable si el andamiaje que sostiene al sistema no lo es.
La verticalidad de las relaciones sociales es un viejo defecto heredado desde los tiempos coloniales, siendo una de las causas fundamentales del subdesarrollo. A lo largo de la vida republicana han existido grupos que históricamente han concentrado licencias, acumulando prebendas gracias al contubernio con las clases políticas. Estos grupos ni siquiera actúan como agentes dogmáticos del capitalismo, no buscan la eficiencia ni tampoco maximizar los recursos, sencillamente son organismos parasitarios de acumulación de poder y de beneficios sin racionalidad. En los últimos años hemos visto crecer desmesuradas fortunas, pero esas riquezas son absolutamente estériles y no contribuyen a la reactivación del aparato productivo ni a la expansión del conocimiento científico o tecnológico. Paradójicamente, existe una férrea condición que parece crear una armoniosa relación entre las clases dominantes -añejas o recién instauradas- y los dominados, lo que redunda en la regeneración de factores que trabajan mancomunadamente en soportar al stato quo. Es un hecho comprobado que es sumamente complejo crear las políticas para el cambio y definitivamente es aún más difícil blindar un sistema que persiga la modificación cultural.
De cara al futuro, la horizontalidad del poder es urgentemente necesaria si se busca alcanzar metas reales del desarrollo humano; los ciudadanos deben ser vistos como un conjunto en el que no pueden existir marginados. Así sea utópico, no puede generarse real bienestar global cuando hay centenares de miles de desfavorecidos que podrían estar ocultos por la resplandeciente ilusión de números macroeconómicos positivos. Cada desamparado es una vergonzosa muestra del fracaso como gentilicio y el ejemplo más estruendoso de nuestra ruina como especie.
La construcción de la confianza en el proceso democrático debe ser una asignatura de estricto cumplimiento para aquellos agentes que en el venidero futuro obtén por ser los responsables de dirigir el destino de Venezuela. Debe ser aniquilada toda demagógica propuesta del discurso electoral, transfigurar la imagen de lo que significa el ejercicio del gobernante, crear las condiciones para que se instaure una recia dirección que garantice la claridad del gasto público y sea efectivamente perseguido todo espíritu de corruptela. Una democracia fuerte es aquella que tolera su revisión, su adecuación y sobre todo su reinvención ante los retos que se presentan en el estado. No podemos seguir con un modelo anclado en el pasado y que no sabe responder a las complejas dificultades de la contemporaneidad; la democracia debe ser refrescada desde su interpretación y que no quede duda: lo que jamás debe existir es la imposición a los más la ley de los menos.