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La letrina del paraíso

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Hollywood fue la fábrica de sueños por excelencia. Una comarca inicialmente remota que coronó la marcha hacia el oeste y abrió un imaginario en el cual la sociedad americana, pujante, ambiciosa, hambrienta de valores positivos e historias que los reflejaran, pudiera mirarse. Una cristalización del “melting pot”, el crisol de inmigrantes que aportaban su pasado y el ansia de un futuro mejor para ellos y sus hijos. Y el nuevo medio, superados sus balbuceos artesanales y transformado en una industria de capitales y objetivos mayores, produjo algo que literalmente estaba fuera de este mundo: estrellas. Este mundo imaginado que procreaba historias y secuestraba a las masas de realidades en muchos casos sórdidas proponía a través de ellas y las estrellas que las protagonizaban un mundo alterno, intocado por las batallas por sobrevivir, la crisis financiera, el crack de la bolsa en el 29 o la depresión que le siguió. Pero detrás de este mundo glamoroso, aventurero, frívolo a decir basta y del cual solo se veía lo que se proyectaba en la pantalla, existía otro. El revés de su trama aparecía, no en su redonda y perfecta apariencia sino en revistas de chismes, que de alguna forma buscaban llevar al mundo de los mortales la intocable inmortalidad de las estrellas. Y material sórdido había, y anécdotas siniestras de sólida factura. En 1921, Fatty Arbuckle, un cómico famoso vio su carrera estrellarse después de violar y matar a la actriz Virginia Rappe en una orgía. En 1924, moría asesinado el día de su cumpleaños el director Thomas Ince, en un crucero del que participaban el magnate Randolph Hearst y su amante Marion Davies y el celebérrimo Charles Chaplin, entre otros. El sueño americano que el paraíso había engendrado hundía sus raíces en el fango.

Este es el tema de Babilonia, la última película de Damien Chazelle, un director inquieto al que la fama ha sonreído en filmes como Whiplash sobre la ambición de un joven baterista, la muy musical e ingeniosa Lalaland o la menos afortunada Primer hombre sobre Neil Armstrong, un astronauta cuya vida fue, la verdad, bastante aburrida si no fuera por un paseo lunar que la redimió. Pero en este caso Chazelle quiere hablar de ese Hollywood mítico, en el cual ambiciones y caídas en desgracia se cruzan en lo más sórdido del traspatio del paraíso. Todo comienza en 1926 en una fiesta orgiástica (desplazamiento en el tiempo del caso Arbuckle) en la cual coinciden los tres protagonistas, un inmigrante mexicano, una aspirante a actriz y una estrella consagrada. A partir de este comienzo desmelenado (involucra un elefante en medio de la fiesta que termina siendo un elemento disuasivo) el libreto sigue las carreras ascendentes y descendentes de los tres protagonistas, a través de los cuales conocemos la trastienda del mundo luminoso que las pantallas ofrecen. La Babilonia, contracara del mundo imaginario, no solo es sórdida, oscura, y pegajosa en contraste con la luz que emana de las estrellas, que son inalcanzables. Además, es un mundo en el cual la ambición ha ganado la partida y los malos son los que mandan. Y es un mundo que atrae y no suelta a su presa. Cada uno a su manera, todos los protagonistas giran en torno a él, son tocados por su magia opaca y eventualmente se pierden, aunque un final feliz y nostálgico muestre el camino del que se salvó. Aquí está la ironía de la película, cuidado con el spoiler. La salvación del inmigrante está en el abandono de la ambición, en el alejamiento de un puesto en la fábrica de sueños y la elección de una vida apacible y exenta de riesgos en la ahora próspera y victoriosa América de los cincuenta. Chazelle, cae en el cliché, de equiparar Hollywood con Babilonia, un facilismo argumental muy provechoso, pero acaso un poco extremo. Porque en la película no hay términos medios, desde la escatológica escena inicial con el elefante, siguiendo por la bacanal con asesinato incluido y el descenso a los infiernos del consagrado y la ludópata estrella en ciernes, la película es una galería de situaciones extremas en la cual, irónicamente, lo que no está presente, salvo en una escena que suena falsa, es el cine. Tal vez porque estamos un siglo después, en un mundo en el cual algunos son famosos porque son famosos, Chazelle olvida que el sustrato de la fama, el pasaporte al estrellato es un medio que hace que las estrellas sean famosas. El cine muchas veces se ha mirado a sí mismo desde la terrible S.O.B. (1981 de Blake Edwards) a la sublime Noche americana (1973 de Francois Truffaut). Tambien exploró magistralmente el paso del mudo al musical en Cantando bajo la lluvia, leit motiv de Babilonia que transcurre en la misma época. Pero esos ejemplos (y hay muchísimos) hurgaban en los entretelones del medio y la industria, y sus historias eran una forma de entender el séptimo arte. Babilonia parece más una nota chismosa de las que escribe uno de los personajes. Es entretenida, eso sí, a pesar de sus tres horas y ocho minutos.

Babilonia (Babylon). EE UU, 2023. Director Damien Chazelle. Con Brad Pitt, Margot Robbie, Diego Calva, Tobey Maguire.

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