Un país como el nuestro, carente de fuentes de empleo y salarios miserables, es terreno abonado para que los gobernantes hagan del clientelismo una política de Estado. Para lograrlo con eficacia, como es el caso, el régimen chavista se nutre de recursos provenientes de actividades criminosas, facilitadas por la impunidad que les garantiza una inexistente administración de justicia y la abrogación de facto de la normativa constitucional y legal que debe regir la materia. En este último supuesto, cabe decir que sus disposiciones son letra muerta, teniendo por tales a aquellos “tratados y leyes que no se han derogado formalmente, pero que carecen de vigencia porque no se cumplen”.
El asunto no es nada nuevo, pues, desde su propio inicio la mentada “revolución bolivariana” cuando con su comandante al frente, blandiendo el librito azul como un estandarte inmaculado, comenzó a utilizarlo discrecionalmente. A partir de allí, el incalumniable gobernante con su omnímodo poder, que ejercía especialmente sobre el TSJ y su Sala Constitucional, hizo de las “expropiaciones” un medio para quedarse inconstitucionalmente con lo ajeno, como bien apuntó en su momento la valiente María Corina en un cara a cara con un desconcertado Chávez que no admitía retruque.
Con el “exprópiese”, sin que mediara una sentencia firme de un órgano jurisdiccional, como lo consagra el artículo 115 constitucional, comenzó la destrucción de la empresa como generadora empleo y de bienestar económico; así como de la propiedad privada como derecho inmanente al ser humano. Quedaba derogado de facto ese derecho.
En aquel entonces, los empleados y trabajadores de una Pdvsa eficiente y reconocida mundialmente como una de las empresas más importantes en la producción petrolera, fueron vejados y condenados al exilio o a la mendicidad, cuando -por el contrario- el librito azul les consagraba condiciones dignas, estabilidad y salarios justos. Aquello que en la carta magna garantizaba la protección a los trabajadores se fue a la porra, cuando el patrono Chávez los despidió sin el debido proceso y el derecho a la defensa, violando a la vez otra disposición constitucional que establece: “Toda medida o acto del patrono patrona contrario a esta Constitución es nulo y no genera efecto alguno”
El sistemático incumplimiento de los valores democráticos y de cuanta ley exista en el país, aunado al nefasto vacío en la administración de justicia, acabó con una norma pétrea como es la del enunciado del artículo 2 de la Constitución, que señala: “Venezuela se constituye en un Estado democrático y social de Derecho y de Justicia, que propugna como valores superiores … la preeminencia de los derechos humanos, la ética y el pluralismo político”. Letra muerta.
En este contexto del deber ser constituye un imperativo para los venezolanos tener clara la situación verdadera de lo que sucede -con este cementerio de leyes- en dos ámbitos de gran importancia, que tendrán gran incidencia en los hechos que están por ocurrir en el corto y mediano plazo en Venezuela. Uno de ellos, es precisamente el relacionado con el tema de la descomunal corrupción que como un cáncer metastásico se ha propagado en el país, y la impunidad de quienes están incursos en esos supuestos delictivos. Son inimaginables por su dimensión las cantidades que circulan en el entramado de la corrupción, pero más inimaginable es el “dejar hacer, dejar pasar” de los órganos del poder público a los que compete tomar decisiones para combatirla. El órgano ejecutivo, el judicial, el contralor y el fiscal, poco o nada han hecho al respecto, teniendo en sus manos el instrumento legal y los medios para actuar. En efecto, el 7 de abril de 2003 entró en vigencia la Ley contra la Corrupción. que tiene por objeto “salvaguardar el patrimonio público, garantizar el manejo adecuado y transparente de los recursos públicos, con fundamento en los principios de honestidad, así como la tipificación de los delitos contra la cosa pública y las sanciones que deberán aplicarse a quienes infrinjan estas disposiciones y cuyos actos, hechos u omisiones causen daño al patrimonio público”. Es obviamente una ley de letra muerta. Basta mencionar el particular caso de El Aissami
El otro aspecto, vinculado al anterior, se relaciona con todos aquellos recursos provenientes de actividades ilícitas que se manejan en Venezuela, a la luz de lo que establece el artículo 114 de la Constitución, que señala al ilícito económico como uno de los delitos que deben ser penados severamente de acuerdo con la ley. Según informes de Ecoanalítica y Transparencia Venezuela, dos importantes referencias en la materia, ya forman parte de la vida cotidiana del país las operaciones ilegales (tráfico de drogas, legitimación de capitales, contrabando de oro, combustible y la corrupción en puertos y aduanas, el traspaso, bajo condiciones de opacidad, de diversos activos del Estado y las exportaciones de chatarra, entre otro ilícitos), cuyo volumen en los dos últimos años ha promediado el equivalente a 20% del producto interno bruto, que se ubica en 43.440 millones de dólares, según un Informe de Ecoanalítica. Finalmente, se analiza la conexión de las economías ilícitas con redes criminales transnacionales, así como la indefensión en la que se encuentran los ciudadanos frente a estos delitos y ante la ausencia de un sistema de justicia imparcial y transparente. Ese artículo también es letra muerta.
Los casos de la inconstitucional inhabilitación de María Corina y el del estudiante John Álvarez, preso político del régimen, son aberrantes ejemplos de que este decadente régimen tiene miedo de perder el poder. Temen que su propio ordenamiento jurídico deje de ser letra muerta cuando salgan del poder.
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