OPINIÓN

La lección no aprendida

por Ramón Hernández Ramón Hernández

La palabra “alzhéimer” se escribe con minúscula inicial y con tilde cuando se refiere a la enfermedad, es el mismo caso de paperas, viruela, cáncer o sarampión. Si va precedida de los aclarativos “enfermedad de” o “mal de”, se debe mantener la grafía del apellido del médico que la identificó y comenzó a estudiarla, Aloysius Alois Alzheimer. La misma regla se aplica en chagas,  y mal de Chagas, que es el apellido del científico brasileño que la identificó en 1909. No debe haber confusión, pero nadie sabe con certeza cómo el cerebro hace sus conexiones ni qué caprichos se imponen en cada circunstancia. A veces son políticas, otras por falta de educación o de presupuesto.

Con la nueva modalidad educativa que pretende imponer el ministro Aristóbulo Istúriz Almeida, también vicepresidente sectorial para el Socialismo Social y Territorial de Venezuela –con funciones poco claras, pero con un salario, gastos de representación, coimas, viáticos y demás privilegios minuciosamente establecidos en la nómina secreta–, no cabe duda de que pronto el “hombre nuevo” volverá a comunicarse por señas, a mazazos o a tiro limpio.

Al seguidor de los escritos oficiales cada vez le cuesta más entender los contenidos, no tanto porque haya disminuido su comprensión lectora, que es posible por la falta de alimentación, sino por la deficiente estructura narrativa; el cuento que echan altos y bajos funcionarios ha derivado en una parábola inexpugnable, más propia del campo de la física que del idioma.

Cualquier párrafo que se escoja de un discurso oficial es una tropelía al lenguaje, un asalto a la razón, con todos los solecismos posibles y abundancia en incorrecciones, en los que el verbo “haber”, en su función impersonal, siempre aparecerá como “habrán”, “los mismo” cumplirá función de pronombre, ay, y todo será “en relación a”. En la totalidad de las leyes y calamidades que aprueba la constituyente de Diosdado casi se escucha el acento cubano, y hay el temor de que el oído sin pedir permiso sustituya la “r” por la “g” y se oiga clarito “miegda”.

Precarizar, con el sentido convertir algo en inseguro o de poca calidad, y demoler, de no dejar piedra sobre piedra, son los verbos que más se ejecutan en los últimos veinte años, aunque con errores de conjugación, tanto en el indicativo como en el subjuntivo.

En el caso del castellano –la lengua oficial junto con otras 18 aborígenes que descubrió-inventó Esteban Emilio Mosonyi– la precariedad es superlativa y la demolición infame. No se limita a la destrucción del léxico con “millones” y “millonas”, “otros y otras” o la fastidiosa duplicación incorporada en el texto constitucional de 1999 a espaldas de sus redactores, sino que se menosprecia la inteligencia de los receptores del mensaje. Una infame opción, que por imitación automática, repiten académicos, profesionales de la comunicación y hasta reconocidos expertos en asuntos del idioma.

Es absolutamente ridículo que en los comunicados oficiales y en cualquier otro texto se escriba: “La Fuerza Armada Nacional Bolivariana, (FANB)”  o “el gobierno de Estados Unidos, (EE. UU.)”. Poner al lado del nombre de un organismo o institución –sea real, abstracta o ficticia– la sigla entre paréntesis no es elegante ni académicamente correcto, tampoco ayuda a la compresión del texto, solo agrega ruido, manteca inútil. La presunta existencia de esa norma es una leyenda urbana, un mito o quizás un hoax, un engañatontos.

Ningún manual metodológico serio lo recomienda, mucho menos con el rigor y el gusto con que la aplican los medios oficiales y oficiosos, que, a su vez, son emulados entusiastamente en trabajo de grado de universidades de medio pelo y también en centros de estudio y de investigación que una vez tuvieron un bien ganado prestigio. Repito, después de “Organización de Estados Americanos” no se coloca “(OEA)”; tampoco, en ningún otro caso similar. No embasure su texto, no lo llene de celulitis. Emplee siglas solo cuando sea estrictamente necesario, pero asegúrese de que sean universalmente conocidas; si no lo son, aclárelas al usarlas –“El MST (siglas en brasileño del Movimiento de Trabajadores Rurales sin Tierra)”–, pero no atosigue al lector con explicaciones ni aclaratorias, ni menosprecie su comprensión lectora.

Las siglas nunca llevan punto (OEA, ONU) ni siquiera cuando son dobles (EE UU). Su fin último es evitar repeticiones en los textos, ningún otro. Así, es una entropía convertir los párrafos y títulos en sopa de letras: “MPP respondió a OEA y EE UU sobre reunión de la ONU”. Por conveniencia periodística, no por una norma, las siglas de cinco o más letras pueden ir en altas y bajas: Pdvsa, pero usar esa licencia para cuatro letras, como “Fanb” o “Faes”, no es abuso sino crasa ignorancia.

También es frecuente el uso de “en la tarde del miércoles”, “la mañana del lunes”, “a lo interno de”, “al interior del partido”, “es por eso que”, “en vistas a”, “confronta problema” y el doble fárrago “cayeron abatidos”. Escriba “el miércoles en la tarde”, “el lunes en la mañana”; “en el partido” o “dentro del partido”; “por eso”; “con vistas a”; “tiene problemas” y “fueron abatidos”.

Desde 1984 Rafael Cadenas viene advirtiendo, antes lo hizo Ángel Rosenblat, que se enseña mucho la carpintería del idioma y sus herramientas; desde aprenderse de memoria las preposiciones hasta la minuciosa identificación de los incontables complementos circunstanciales, además de los estropicios del que galicado –“Así, así, así es que se gobierna”–, pero poco a comunicarse con sencillez, elegancia y efectividad. Tan radical cambio no se hace porque implicaría la eliminación de las evaluaciones objetivas, el verdadero o falso, y pasar a evaluar en planos subjetivos que los maestros no pueden aprender en cursos de seis semanas y sin haberse leído, por placer, Doña Bárbara.

En los cursos universitarios y en los extracurriculares se sigue prefiriendo enseñar clasificaciones y definiciones gramaticales, a memorizar, en efecto, los llamados conectores, antes que a redactar, a expresar una idea por oración, con su sujeto y predicado, sin nada que perturbe su comprensión en la primera lectura.

Donde más problemas surgen y donde más se equivocan los maestros cubanos y sus secuaces es en el uso de los signos de puntuación, que quedó plasmado en aquel eslogan de la Misión Robinson que nunca se supo quién lo creó: “Yo, sí puedo”. Nadie se atrevía a borrar la coma asesina porque la había autorizado Fidel Castro.

También es frecuente confusión entre “hacia” y “a”; entre “sino” y “si no”, pero el tinglado se cae estrepitosamente cuando aparece “a parte” en frases donde solo “aparte” tiene cabida. Pese a la escasez, no hay necesidad de “pensar de que”, limítese “pensar que” y no niegue que “hacen falta más maestros”, es lo correcto –no es una expresión invariable–, aunque los exquisitos de VTV repitan que “hace falta más economistas”. Por último, “super-” de “superbién” o “superbueno” no lleva tilde y siempre va soldado a la palabra que modifica (superrebajas), solo necesita el acento gráfico cuando es el apócope de supermercado, el súper, o el adverbio coloquial de “la pasamos súper en Carenero”. Permuto Manual de estilo por una semana libre de sobresaltos ortográficos.