¿Existe una definición particular de lealtad en el mundo político? ¿Hay una manera especial de entenderla desde este ámbito? Surge, inevitable, la pregunta frente a hechos como el reciente y polémico libro de John Bolton con las memorias de su paso por la Casa Blanca y, entre nosotros, con la postura de segundones de los partidos de oposición dispuestos a facilitar las intenciones o las pretensiones del gobierno.
En el caso de Bolton sus revelaciones cuestionan políticas de las que hizo parte y revelan información de naturaleza reservada y confidencial a la que tenía acceso en función de su posición de poder. Al hacerlo impacta contra el gobierno norteamericano en ejercicio, pero también contra proyectos, instituciones o causas vinculadas a decisiones estratégicas o razones de Estado. ¿Se corresponde esta actitud con la lealtad a los principios y a la institucionalidad? ¿Se corresponde con la obligación de reserva derivada de su propia función, de los compromisos de confidencialidad y la confianza inherentes a su posición? En su decisión todo esto parece haber pesado menos que la oportunidad de un beneficio económico, su deseo de revancha y la promoción del escándalo con fines políticos.
En el caso de la política venezolana no es fácil determinar dónde poner el acento, si en la habilidad oficial para promover la deslealtad o en la debilidad moral de quienes sucumben a la invitación. Habrá quien trate de justificar su actitud en un razonable cambio de posición o en argumentos presuntamente estratégicos o tácticos, pero no se ocultan las motivaciones que tienen que ver con la figuración, el poder y el dinero. Su postura socava la lealtad de quienes compartieron una causa y facilita acciones oficiales que son claramente golpes a la constitucionalidad. La falta de lealtad a su partido o agrupación convalida otra deslealtad: a la Constitución y al país.
La lealtad, como otros valores, no acepta una única definición. Preocupa incluso observar cómo han cambiado las maneras de entenderla y de asumirla, desde formas de lealtad que implican fidelidad a los valores morales, a las personas, a los compromisos nacidos de la palabra y el honor, hasta lealtades sumisas, complacientes, calculadas, falsas o simplemente interesadas. La lealtad es, en principio, compromiso: con uno mismo, con la verdad, con los principios, con las causas. No puede confundirse con la sumisión ni la gratitud. Se identifica, más bien, con el respeto por la palabra dada, la confidencialidad, la reserva, la honestidad, la confianza. Vale en política, vale para la vida de las corporaciones, vale para la amistad.
Los desacuerdos no rompen la lealtad. Son legítimos y naturales. La deslealtad aparece cuando son utilizados como pretexto para una conducta que oculta las verdaderas motivaciones, cuando se calla lo que habría que decirse en el seno de la institución y se propala, después y desde fuera, para desprestigiarla, contando muchas veces con el apoyo consciente o inconsciente de quienes confunden su deber de informar con la desviación de erigirse simultáneamente en acusadores y jueces. La lealtad no va bien con la suspicacia, las medias verdades, los intereses ocultos o subalternos, las amarras del poder y del dinero.
En los tiempos que corren la lealtad no parece brillar en política Hay incluso quien se pregunta sin son compatibles. Resulta tan frecuente hablar de traiciones, de camuflaje, de ambiciones, de oportunismo, de desviaciones, de falsas lealtades. ¿Habrá que aceptar que la política está cada vez más amenazada por un modelo de lealtad más cercano a la mafia o a lo gansteril que a la promoción de la convivencia y los derechos de los ciudadanos? El buen político, sin embargo, sabe que la lealtad constituye uno de los pilares que garantizan la sostenibilidad de cualquier causa o proyecto. Genera confianza y solidaridad; es la amalgama que robustece la unidad. Desde la perspectiva de la política honesta, la lealtad es con los principios y valores. Y en democracia, la adhesión a los valores democráticos. Es bueno pensar que todavía es posible.