Luego de su derrota en 2019, el Frente Amplio no desfalleció y mucho menos se cruzó de brazos. Al contrario, aprovechó el retorno a la condición de principal partido de oposición para trabajar en mantener la unidad, encarar el recambio generacional de su liderazgo, exhibir músculo en el referéndum derogatorio de la Ley de Urgente Consideración aprobada en 2020 y fortalecer sus vínculos con las bases.
El mejor indicador de que semejante esfuerzo pareció rendir frutos es que el Frente Amplio encabeza la intención de voto en las encuestas rumbo a las elecciones generales del próximo domingo y también al balotaje. Sin embargo, ciertas variables, que no suelen recibir la importancia que ciertamente merecen, le juegan en contra en su carrera por alcanzar la presidencia.
La popularidad presidencial
En los últimos 42 años, un total de 37 mandatarios de 14 países de la región, cuyas elecciones tuvieron lugar en un entorno libre y transparente, arribaron a los meses previos al inicio de la campaña electoral con una aprobación positiva. En 29 casos (78%) se produjo una transferencia decisiva de la popularidad del ejecutivo al candidato presidencial oficialista que se tradujo en votos.
En América Latina, la aprobación positiva del ejecutivo tiende a anticipar de manera razonablemente consistente la continuidad en el poder del oficialismo. Esto sin importar que el candidato presidencial oficialista no sea el propio presidente de turno, que el proceso electoral se desarrolle en dos vueltas o que la contienda se dirima entre coaliciones electorales.
De hecho, la tasa de asociación entre aprobación presidencial y el resultado electoral del oficialismo en Uruguay en las siete elecciones presidenciales celebradas entre 1989 y 2019 es de 85,71%, lo que ubica a Uruguay entre las de mayor consistencia en la región. Sin embargo, en las dos ocasiones en que los presidentes llegaron bien evaluados, Tabaré Vázquez (2005/2010) y José Mujica (2010/2015), hubo continuidad en el siguiente Gobierno.
En el caso de la campaña actual, la percepción ciudadana del desempeño del presidente de centroderecha Luis Lacalle Pou ha sido positiva a lo largo del mandato. Ciertamente, en el segundo semestre de 2022 la aprobación presidencial cayó hasta el 39% asociado con el impacto del “caso Astesiano”, un importante caso de corrupción que afectó al entorno más cercano del presidente, pero a inicios de 2023 la aceptación retomó la senda positiva. Pero lo realmente relevante es que antes del inicio de la campaña electoral la aprobación de la gestión presidencial era de 49%, superando con creces el número de quienes la desaprobaban (32%).
Las excepciones al caso
Aunque el apoyo a un presidente marca la tendencia de lo que sucede en las siguientes elecciones, existen excepciones. En las elecciones presidenciales de 2009 celebradas en Chile, el candidato de la coalición gobernante Eduardo Frei llegó a la campaña arropado por la alta aprobación de la mandataria Michelle Bachelet (78%). Sin embargo, el candidato de la izquierda resultó derrotado.
Más recientemente, en las elecciones presidenciales de 2020 en República Dominicana, el candidato presidencial del gobernante partido de la Liberación Dominicano, Gonzalo Castillo, también contendió impulsado por la alta aprobación del presidente de turno, Danilo Medina (56%). Sin embargo, este también fue derrotado.
Estos ejemplos nos hacen preguntar por qué en unos casos la popularidad presidencial importa y en otros no. La respuesta arrojada por las investigaciones comparativas es que, sin importar que tan alto sea el nivel de aprobación del ejecutivo, la transferencia de la popularidad y su materialización en votos para el candidato presidencial del partido en el gobierno tiende a anularse si el oficialismo encara la contienda electoral dividido. Por lo tanto, una combinación entre aprobación presidencial positiva y cohesión del partido o coalición gubernamental es quien mejor tiende a anunciar la continuidad en el poder del oficialismo en las democracias de la región.
La unidad de la coalición de gobierno
Como regla, ningún evento es más capaz de poner a prueba la unidad del partido gobernante que el proceso de selección interna del candidato presidencial. El partido nacional sorteó exitosamente ese escollo. Su candidato presidencial Álvaro Delgado se impuso en las elecciones primarias del 30 de junio con un contundente 74% ante Laura Raffo, quien de inmediato se pronunció a favor de la cohesión interna de la organización.
Para esa fecha, el presidente Lacalle Pou había vencido el principal reto que se le presentó durante su administración: conservar unida a la Coalición Republicana, una coalición integrada por partidos de centro derecha, derecha y partidos menores, a lo largo de los cinco años de gobierno.
Durante el período no faltaron situaciones de extrema tensión como cuando el presidente solicitó la renuncia de la ministra Irene Moreira, perteneciente a Cabildo Abierto, unos de los partidos integrantes de la coalición. Pero finalmente este percance, ni otros, causaron mayores daños a la coalición que llegó fortalecida a la campaña electoral.
Por último, diversas investigaciones coinciden en que el desempeño económico de los gobiernos también influye positivamente en favor del continuismo. Pues bien, los reportes indican que la economía uruguaya tuvo un crecimiento del 3,8% en el segundo trimestre de 2024, en los decisivos meses que anteceden a la celebración de las elecciones. Como resultado, la variable económica también ha terminado por alinearse a favor de un eventual triunfo de la coalición de centroderecha uruguaya.
Por lo tanto, si bien la izquierda uruguaya y su flamante candidato presidencial Yamandú Orsi están bien perfilados para llegar al poder según las encuestas, no deben subestimar estas variables que han demostrado una tozudez más que razonable para anticipar el desenlace electoral en las democracias de la región y que esta vez no le están jugando precisamente a su favor.