A cualquier desgracia, por monumental que sea, siempre se puede añadir una más. El interés y la empatía para nada son beneficiosos cuando vienen mal dadas. No hay peor tragedia que convertirse en el sujeto de las utopías ajenas o, lo que es aún peor, en el negocio redondo de algún especialista en cuanta mesa de paz, mediación o quilombo humanitario se organice en torno a una catástrofe. Le ocurrió a la izquierda europea con el Che Guevara –desde Jean Paul Sartre hasta Regis Debray–. Hay una fascinación, un telurismo desencadenado, ante cualquier fenómeno vernáculo de supuesta liberación. No pueden ver a un guerrillero o aspirante a mesías de los pueblos oprimidos, porque se les hace la boca agua. Le pasa con frecuencia a la izquierda española, que va de libertaria y acaba siempre de sepulturera.
Se conmueve Yolanda Díaz con los movimientos sociales ajenos como quien ve a una cría de panda en cautiverio. No hay subcomandante de atrezo que no hipnotice a quienes han ido a pasar unos días en el campamento de verano del Grupo de Puebla. Cuando sus oseznos se transforman en depredadores y arrasan a los ciudadanos que dicen liberar, siempre habrá un Donald Trump que sirva de coartada (se puede criticar a Nicolás Maduro y a Elon Musk a la vez).
Una semana después del robo de las elecciones que legítimamente ganó la oposición venezolana, Maduro reparte garrote. El hombre secuestra, tortura y encarcela a los ciudadanos, incluso recitando coplillas. Amenaza con campos de reeducación y desempolva esa creencia fascista según la cual al adversario se le doblan las rodillas primero y se las pulverizas después. Maduro reparte garrote porque la violencia lo fortalece y el aislamiento le es propicio. Reina en el infierno. El Apocalipsis, la devastación y el saqueo lo alimentan. Para cometer el latrocinio cuenta con la ayuda inestimable de una izquierda que, convencida de la igualdad y la justicia cuando le son afines, apoya y blanquea a su tirano exótico de turno.
Si a la mayoría de los exmandatarios les acompaña la dignidad de los jarrones chinos, o al menos su aspecto inofensivo, hay algunos que convendría guardar precintados en un sótano. José Luis Rodríguez Zapatero, el que más. El político del PSOE se comporta en la Venezuela de Maduro como los encomenderos en la América colonial. Acude donde no se le llama, tiene por oficio apadrinar mesas de negociación fraudulentas y clavetea la cruz ajena.
En su ejercicio de aspirante a Nobel de la Paz, Zapatero pensó que llegaría a Oslo si conseguía juntar a Nicolás Maduro con sus víctimas. La izquierda dogmática nos cava una fosa a los venezolanos cada vez que avala o calla antes estos desmanes. Zapatero quiere la paz, pero en los cementerios. A eso ha viajado tantas veces a Venezuela: a hacer de maquillador, a practicar el estilismo funerario y travestir las tropelías con eufemismos. Cuánto le gusta a esta izquierda española echar tierra en las fosas comunes de alguien más.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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