El sanchismo que pretende gobernar España es una buena ilustración del descalabro de lo que fue la izquierda y de lo que queda de ella, no solo en España, sino en todo Occidente. En el pasado, la izquierda era socialista o comunista y, por consiguiente, el fracaso mundial del marxismo ha privado a la izquierda de todo punto de referencia intelectual o ideológico. Por eso tiene que encontrar sustitutos para legitimar su aferramiento al poder, incluso cuando pierde las elecciones. Si el socialismo ya no es verdaderamente una opción, ¿qué queda? Acabamos de ver un ejemplo de ello en España, con el apoyo incondicional de su Gobierno a la causa palestina.
El hecho de que Hamás sirva a esta causa, que oprima a los palestinos, y que, con su violencia, haga imposible la creación de un Estado palestino legítimo no influye en la posición o, mejor dicho, en la postura del gobierno de Pedro Sánchez y de sus aliados circunstanciales. Lo importante es unirse para lo que sea, en este caso en torno a lo que creemos que es, o pretendemos que sea, un movimiento de liberación de los pueblos. Si la izquierda fuera realmente de izquierdas, daría prioridad a los derechos humanos, es decir, al pueblo palestino, y condenaría a Hamás en nombre de la libertad de esos palestinos auténticos. Pero este planteamiento documentado es sin duda demasiado complejo para entenderlo y venderlo a los votantes.
En ese sentido, el gobierno de Pedro Sánchez no es ni más ni menos hipócrita que los gobiernos árabes que crearon el problema de los refugiados en 1949 al rechazar el plan de partición de Naciones Unidas; desde entonces, estos gobiernos árabes han seguido manteniendo el estatuto de refugiados de los palestinos, cuidándose de no aportar ninguna solución concreta a su situación, a veces desesperada. Se podría objetar que el Gobierno español, al adoptar una postura más bien favorable a los palestinos, está perpetuando una cierta tradición de mediación entre Occidente y el mundo árabe. Esto sería totalmente justificable y legítimo si esta mediación desembocara en resultados concretos. Pero me cuesta encontrar un solo ejemplo reciente en el que esta búsqueda de un equilibrio por parte de España haya conducido realmente a soluciones viables.
El apoyo sanchista a una causa palestina lo más abstracta posible es en realidad un avatar de la búsqueda mesiánica e izquierdista de algo que pueda sustituir al proletariado como leyenda. Para llamarse de izquierdas, es esencial estar del lado del proletariado. Como el proletariado es esquivo en el mundo occidental, se busca desde hace tiempo en los países pobres. Que conste que la izquierda europea, en nombre de esta búsqueda mística del proletariado, ha proyectado sus fantasías, por turno, en el estalinismo, el maoísmo, el castrismo, la olvidada Chiapas, los tibetanos dejados en la estacada (sin duda por ser demasiado religiosos), la Nicaragua de Ortega (que ha pasado del marxismo al caudillismo vulgar y corriente) y Venezuela. Demasiadas causas perdidas o indefendibles.
Por suerte para la izquierda, aún quedan los palestinos; para el papel del proletariado, pueden funcionar. Por si fuera poco, están dominados por un Israel capitalista y proestadounidense. La receta parece, pues, satisfactoria, a condición, claro está, de que no entremos en detalles y preguntemos si los israelíes, por un casual, no tendrían también cierta legitimidad. Esta búsqueda de un proletariado suplente constituye el primer pilar de aquello en lo que se ha convertido la izquierda. El segundo pilar es la búsqueda enfurecida de la identidad, eso que en Estados Unidos se denomina ‘política de la identidad’. Se trata de identificar todas las singularidades, todas las diversidades que merecen nuestra atención prioritaria. Estas singularidades pueden ser culturales, étnicas, sexuales o, sobre todo, LGBT, que se ha convertido en una causa mundial. Así pues, la izquierda idealiza las culturas de otros lugares en lugar de la civilización nacional.
Esta izquierda, en su obsesiva preocupación por encontrar identidad allá donde la haya, y más aún donde no la hay, también se inclina ante las reivindicaciones independentistas, sin hacerse demasiadas preguntas sobre su legitimidad histórica y cultural. Y tampoco sobre el destino de las minorías de esas regiones que se inventan sus diferencias. El sanchismo, firmemente anclado en estos dos fundamentos del proletariado místico y de la identidad imaginaria, es perfectamente de izquierdas, representativo de lo que queda de la izquierda. Por desgracia. Aún sentimos añoranza por los tiempos en que la izquierda era útil para el debate democrático, al llamar la atención, por ejemplo, sobre la justicia social y la educación pública. La izquierda de entonces estimulaba el debate; el sanchismo, en cambio, no es más que una farsa que prohíbe cualquier debate. No se puede debatir con la nada.
Estimados lectores, permítanme una aclaración o advertencia: sanchismo es un término genérico, igual que existen los medicamentos genéricos. No conozco a Pedro Sánchez y no quiero inmiscuirme de forma partidista en la vida política de España, que no me concierne. El sanchismo no es para mí; solo es interesante comentarlo como una patología colectiva que traspasa las fronteras de España, una especie de covid política, por así decirlo.
Artículo publicado en el diario ABC de España