Acababa de hacerse cargo de la presidencia de Estados Unidos, debido a la súbita e inesperada muerte de Franklin D. Roosevelt, cuando Harry Truman, ya en el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, debió tomar la decisión más trascendental que presidente alguno hubiera debido asumir en la historia de la humanidad: derrotar de una vez y para siempre a los japoneses dejando caer sobre dos de sus más populosas e importantes ciudades el arma más devastadora inventada por el hombre: la bomba atómica de Uranio, sobre Hiroshima y la de Plutonio sobre Nagasaki. La tenaz y porfiada resistencia japonesa fue quebrada de un solo tajo. La terrorífica amenaza de dejar caer otra bomba atómica sobre una tercera ciudad japonesa –la sola idea de que fuera a caer sobre Tokio habrá espeluznado a la corona nipona– indujo a la inmediata capitulación de la corona imperial japonesa.
La alternativa era cruenta y devastadora: por lo menos medio millón de norteamericanos hubieran dejado sus vidas sobre los ensangrentados campos y mares del Japón. A Truman, entonces de sesenta años, sin gran experiencia política previa y en cuyo nombramiento se oyó decir a uno de los presentes: “Pobre tipo, lo que le espera”, no le tembló el pulso. Asumió la grave, histórica responsabilidad de dar la orden de aplastar a los japoneses a un costo en vidas y devastación material que aterró a la humanidad. Churchill, De Gaulle y Stalin comprendieron que el liderazgo político norteamericano no se andaba con chiquitas. La hegemonía imperial tenía meritorios dueños.
A un costo infinitamente menor los norteamericanos pudieron haber zanjado el problema que representaba el asalto al poder por parte del aventurerismo gansteril castro comunista cubano, que le arrimaba la brasa de Washington al Moscú de la peor tiranía de la historia occidental. Permitiéndole a una Cuba democrática, emprendedora y creativa, por ejemplo bajo el liderazgo de sus factores liberales, un desarrollo como el que las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki le permitieran al Japón, que bajo el tutelaje de Estados Unidos se convirtiera en la gran potencia que ha sido hasta hoy.
Un enfermizo odio a Estados Unidos, en gran medida motivado por la envidia y el complejo de inferioridad de las élites académicas, empresariales, políticas y militares latinoamericanas, ha tabuizado el tratamiento del comportamiento de nuestras élites respecto de Estados Unidos. La potencia mundial que mayor derecho ha tenido a sentirse parte de nuestra realidad. Y una evidente falta de esa grandeza de que hicieran gala Roosevelt y Truman en los posteriores mandatarios norteamericanos ha impedido lo que hubiera sido una legítima defensa de los intereses de la libertad y la democracia en nuestra región. La responsabilidad de Kennedy sobre la implantación de la tiranía cubana y la tragedia que ha representado para el pueblo cubano es indudable. Como la de los Bush, los Clinton, Obama y Trump sobre la tragedia venezolana.
Es la ominosa irresponsabilidad y el nefasto complejo de inferioridad de los mandatarios latinoamericanos frente a Estados Unidos lo que ha impedido que el Departamento de Estado y la Secretaría de Defensa hayan intervenido en Venezuela, impidiendo el sangramiento de su población y la devastación material de su territorio. Nada más negativo a nuestros propósitos de progreso y libertad que las posiciones del llamado Grupo de Puebla. Antes de Lima y de Sao Paulo.
Nada ni nadie ha cuestionado e impedido la presencia de parlamentarios y dirigentes de nuestros distintos países que participan en dicho foro en terrible y atroz detrimento de nuestros intereses nacionales. Como también resulta lamentable la ausencia de los sectores liberales de nuestros distintos países en promoción y defensa de nuestras democracias ante el asalto de las fuerzas comunistas que encuentran las puertas abiertas para atacar a la esencia de nuestra libertad. Como lo deja ver de forma lamentable y patética el feroz ataque del castrocomunismo colombiano, cubano y latinoamericano al político más importante y representativo de la sociedad colombiana, Álvaro Uribe Vélez.
Asombra la pasividad con que nuestras fuerzas democráticas se someten al asalto del bandidaje castrocomunista. ¿Es posible que Iván Duque no reaccione cortando las relaciones con el gobierno cubano? ¿Qué opina el Grupo de Puebla ante los ataques de las narcoguerrillas en complicidad con el aparato judicial colombiano a un expresidente de Colombia? ¿Aceptaremos en silencio la escalada del ataque marxista a nuestra institucionalidad democrática?