Las imágenes de una madre semidesnuda en la explanada del zócalo de la Ciudad de México, cargando una lona escrita en la que reclama justicia por la desaparición y muerte de un hijo, hace que el Día de la Madre, anclado en la tradición mexicana y que se celebra cada 10 de mayo, adquiera una dimensión que refleja el dolor que sufren miles de familias que buscan infructuosamente a su desaparecido o desaparecidos entre los más de 90.000 casos que se han acumulado desde 2006, según lo que recientemente informó el subsecretario Alejandro Encinas.
La convocatoria de los grupos de madres con hijos e hijas desaparecidos, para hacer de esta fecha un día por la dignidad y contra la incapacidad de los tres niveles de gobierno para atender el problema, llenó las principales plazas y avenidas del país. Desde Chiapas hasta Baja California, muchas ciudades fueron escenario de protesta de decenas de miles de ciudadanos que no aceptan la realidad que han sufrido sus hijos, y, menos todavía, dejar de exigir justicia a los gobernantes.
Recientemente falleció Rosario Ibarra de Piedra, quizá la figura más conocida de este reclamo que empezó en los años setenta con la Guerra Sucia, cuando cientos de jóvenes que luchaban con armas en mano por un México más democrático, fueron detenidos, y muchos de ellos desaparecidos para siempre.
Jesús Piedra, su hijo, nunca apareció, así como tampoco sus restos, los cuales, probablemente, reposan en una de las fosas clandestinas que pueblan el paisaje nacional o en las aguas de uno de nuestros mares. Pero Rosario nunca abandonó la búsqueda de su hijo, incluso, su liderazgo por el reclamo de los desaparecidos fue tal que llegó a ser candidata presidencial en 1982 y 1988 por el Partido Revolucionario de los Trabajadores, y hasta fue postulada en cuatro ocasiones para recibir el Premio Nobel de la Paz.
Rosario Ibarra de Piedra buscó siempre poner en el centro de la agenda pública el tema de los desaparecidos durante la llamada Guerra Sucia. Incluso, llegó a ser senadora de la República y, luego, al recibir en 1989 la medalla Belisario Domínguez, su hija transmitió un mensaje en el que este reconocimiento tan simbólico quedaba en resguardo del presidente Andrés Manuel López Obrador, como un gesto de su lucha irrenunciable.
En la actualidad poco se habla de aquellos desaparecidos. Y es que además de que algunos de aquellos luchadores son parte de los Gobiernos, entre ellos, la misma hija de Rosario Ibarra, existe una nueva generación de desaparecidos producto no de la lucha contra el neoliberalismo, como acostumbra a pontificar el presidente López Obrador, sino por el papel cada vez más protagónico del crimen organizado, que ha logrado someter a gobiernos y servicios de seguridad.
Ahí están, como resultado, las imágenes de esta semana de sometimiento y persecución vergonzosa de militares por parte de grupos criminales mientras se multiplica el número de desapariciones y homicidios dolosos por todos los rincones del país.
Mientras tanto, el presidente ha decidido no dar la cara ante las madres de hijos e hijas desaparecidos, siguiendo la táctica “a quienes no veo ni oigo”, que aplicó en su momento Carlos Salinas contra sus adversarios políticos, especialmente a los del PRD.
¿Será que el presidente se ha creado una realidad paralela? Salinas y otros presidentes también lo hicieron y, como ese tipo de representación tiene sus fijaciones, códigos, interlocutores y verdades, todo lo que se sale de ese marco es ignorado o se lo reduce a un mensaje rutinario, como el que emitió AMLO este 10 de mayo. Ahí felicitó a las madres y a “…quienes están sufriendo por sus hijos, por sus desaparecidos”, para luego, inmediatamente, volver a la rutina de sus conferencias mañaneras, insumo paradójico del periodismo oficialista.
Es esa propaganda política la que termina por compensar el imaginario obradorista y se convierte en un insumo de la falta del sentido crítico, la sumisión, el fanatismo e insolidaridad contra todos aquellos que, tal como las madres de hijos desaparecidos, tocan fibras sensibles que afectan a su gobierno.
Estemos claros en que los buenos gobiernos hacen lo que manda la ley y saben que su aplicación está sujeta a la rendición de cuentas; para ello, no necesitan incentivos políticos. Pero en los casos en los que impera la idea de que “no me vengan con que ‘la ley es la ley” y esta se refrenda en apoyos sociales y políticos, tal como hoy lo perfilan las encuestas de intención de voto, ¿qué obligaría a cambiar el rumbo del gobierno, incluyendo la falta de atención a las víctimas? Nada.
Hay antecedentes de gobiernos que se han visto obligados a cambiar sus agendas ante la realidad. Ahí está el movimiento del 68, que devino en la liberalización del régimen político; el fraude de 1988, que aceleró las reformas institucionales de tipo electoral, lo que llevó a la creación del IFE, o el movimiento zapatista, que devino en el reconocimiento de derechos a los pueblos originarios.
Sin embargo, los movimientos como el de las madres con hijos desaparecidos que ponen en aprietos a gobiernos que están bajo el acecho y control del crimen organizado no han logrado la implementación de nuevas políticas públicas y presupuestos. Estos movimientos no son atendidos por un Estado democrático que debería evitar imágenes como la de esa mujer, que, en un acto de desesperación, se quitó la ropa en la principal plaza del país para visibilizar su drama, el drama de las madres de hijos e hijas desaparecidos.
Ernesto Hernández Norzagaray es profesor-investigador de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Doctor en Ciencia Política y Sociología, por la Universidad Complutense de Madrid. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores.
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