Algunos de los acuerdos entre el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y varias agrupaciones políticas regionales han dado lugar a protestas masivas, a la radicalización de la derecha española, e incluso, en el caso del pacto alcanzado con Junts per Catalunya, a una preocupación insólita del comisario europeo de Justicia. El pacto con partidos vascos, de las islas Canarias y sobre todo con los independentistas catalanes posibilitó la investidura de Pedro Sánchez de nuevo al frente del gobierno de España, pero ha suscitado críticas y dudas en amplios sectores de la sociedad ibérica, y hasta en el propio partido de Sánchez.
Lo convenido entre el presidente de Gobierno en funciones, los partidos nacionales -SUMAR- y regionales abarca una importante cantidad de temas, desde los económicos y autonómicos, hasta el más espinoso: la ley de amnistía para los involucrados en el procés catalán, empezando por el expresidente de Cataluña, Carles Puigdemont, exiliado en Bruselas. Beneficiaría a unos 300 independentistas, y a más de 70 policías. Las protestas y los cuestionamientos se dirigen al hecho mismo del acuerdo, así como a sus detalles, en particular la amnistía.
El escepticismo sobre el pacto per se se centra en dos tesis: la primera, el derechista Partido Popular obtuvo más votos en las elecciones de julio, y debía ser quien formara gobierno; la segunda, no todo se vale para construir una mayoría. La primera crítica proviene de la derecha; la segunda, de sectores del PSOE.
En efecto, en los comicios de julio el Partido Popular obtuvo más votos, aunque ni remotamente se acercó a la mayoría parlamentaria. Existía, según algunos, una regla no escrita desde 1978 de que el partido con más votos fuera quien formara gobierno, o en todo caso quien tuviera la primera oportunidad de hacerlo. No se ha aplicado siempre esta máxima, pero en esta ocasión así fue. El rey Felipe VI encomendó la formación de un gobierno, en primer lugar, a Alberto Núñez Feijóo, el líder del PP, quien no pudo reunir los 176 escaños necesarios para lograrlo. Correspondía entonces encargar la tarea al segundo lugar, el PSOE y Pedro Sánchez, y éste, a través de tortuosas negociaciones, alcanzó 179: lo suficiente. Decenas de miles de manifestantes de derecha y de ultraderecha en todo el país salieron a las calles el domingo para protestar no solo contra la amnistía sino en rechazo a quienes pusieron al Estado contra las cuerdas.
La duda sobre si vale la pena realizar un número de concesiones de tal magnitud proviene de muchos otros sectores. En particular, el expresidente de Gobierno Felipe González difundió un video en el que explícitamente afirma que por “siete votos, no merece la pena”. Pone en tela de juicio la amnistía –“redactada por los amnistiados”- y recomienda en cambio ir a nuevas elecciones. Advierte que el acuerdo puede amenazar la “convivencia” española, y que sus detalles son peligrosos.
González, y muchos otros críticos, tanto socialistas como de derecha, expresan dudas también sobre las particularidades del acuerdo. Señalan que, a diferencia de los indultos de la transición española de los años setenta del siglo pasado, que se aplicaron a individuos (al “pecador”, dice uno), una amnistía se refiere a un delito (el “pecado”), y que es ilimitada. Además, sostienen, viola la Constitución al implicar una intrusión del Poder Legislativo (el cual aprobaría la Ley de Amnistía pactada) en los ámbitos del Poder Judicial. Los defensores del acuerdo, en este renglón, invocan el “derecho de gracia” inscrito en la Constitución española de 1978. Pero los adversarios denuncian, justamente, el carácter inconstitucional de la medida.
Por otra parte, se ha cuestionado también la disposición negociada con Puigdemont de discutir el tema catalán a futuro en una mesa con un “verificador internacional”, dejando la puerta abierta a un referéndum, figura que no se establece en el acuerdo -y que el PSOE ha negado- pero que ha sido el foco de infección de todo el proceso iniciado en 2017 en Cataluña. Es esto lo que ha llevado a las fuerzas del Partido Popular y de VOX a reclamar que los acuerdos violan la unidad nacional, y que equivalen a imponer, según los más estridentes, una dictadura. Pero en el discurso inicial del debate de investidura, Sánchez ha rescatado la importancia de la reconciliación y el perdón “para apostar por un futuro de reconciliación y concordia”.
Dicha estridencia ha llevado a protestas violentas frente a la sede madrileña del PSOE, y a la aparición de grupos de extrema derecha y franquistas en las manifestaciones en las plazas, mayoritariamente pacíficas. La sociedad española podría dar la impresión de una gran crispación, como se decía antes. Las posturas de unos y de otros parecen irreconciliables, y la retórica se le ha salido de las manos a los adversarios de Sánchez y el PSOE. Pero está por verse si el fondo de la querella es tan polarizante como se presume hoy y cuánto durará la protesta de los opositores.
Ese fondo consiste en lo que el propio Felipe González, y según muchos, Pedro Sánchez, han llamado el arte de hacer de la necesidad virtud. De no haber necesitado el PSOE los votos de los catalanes para lograr la investidura del 16 de noviembre, no habría ley de amnistía. Pero ya que se decidió conseguir esos votos casi a como diera lugar, resultó preferible negociar una amnistía lo más blindada posible, jurídicamente hablando, ya que el PP y VOX van a impugnarla ante el Tribunal Constitucional. Y mejor exaltar las virtudes de la amnistía -promover la convivencia con un sector importante de la población catalana, reducir la crispación en España- que subrayar sus defectos: perdona ciertos delitos, otros no; posiblemente introduce una figura no prevista por la Constitución y los tratados ratificados por España; provoca la ira de una derecha recalcitrante.
Quizás la apuesta de Sánchez descansa en el paso del tiempo. Si logra mantener la mayoría parlamentaria pactada con sus nuevos aliados catalanes y vascos; si dura en La Moncloa otros cinco años; si las protestas en las calles se agotan pronto, el precio a pagar por la investidura se antojará aceptable, incluso mínimo. Una apuesta cínica, tal vez, pero hábil e inteligente.