Quien piense que Colombia ha estado superando su propio drama guerrillero y de violencia luego del Acuerdo de Paz de La Habana, se equivoca de plano. A decir de unos cuantos, Colombia estaría atravesando, en esta materia, un buen momento: las FARC están desmovilizadas, los disidentes de las FARC no atienden al liderazgo de la fuerza de la que se han divorciado, el ELN se encuentra debilitado como resultado de la persecución militar en su contra y todo ello en respuesta a los importantes avances efectuados en materia de seguridad en Colombia y gracias a los efectos benefactores de los acuerdos firmados en Cuba. Cuentos de camino.
Hoy por hoy, desde el Congreso de Colombia y revestidos de un manto de aparente respetabilidad, miembros de la cúpula de las FARC actúan como sus agentes. Repiten sin cesar la especie de que estas fuerzas terroristas se desactivaron en lo militar una vez concluido el proceso de paz habanero. Hace menos de un año los líderes de los irregulares aseguraban que 90% de su pie de guerra estaba comprometido con la paz colombiana en los términos negociados en La Habana. Hablamos de más de 13.000 exguerrilleros que se encontraban entonces en proceso de reincorporación a la vida social. Un importante contingente de ellos, en efecto, se ha involucrado, no sin superar enormes escollos, a proyectos de reinserción, sin que sea posible, a la hora actual, determinar con exactitud cuán exitoso ha sido ese proceso. Lo que sí es claro es que sus representantes, desde sus curules, se encargan de hacer por la vía de lo formal lo que con sus fusiles nunca habrían conseguido. Hace pocos días estos parlamentarios presentaron un proyecto de reforma de las Fuerzas Armadas encaminado al derrumbe de las mismas en el que lograron recabar el apoyo de las izquierdas radicales agrupadas políticamente. El proyecto no logró prosperar, pero es una muestra de que los fines y objetivos de los alzados en armas de antaño siguen tan vigentes como en los mejores momentos de la lucha armada.
Las disidencias de las FARC no son más que desertores de la insurgencia armada que consideran aún que la vía para deponer el poder legítimo de su país sigue siendo el de la lucha criminal, el soborno, el secuestro, la captura de niños y la desestabilización del gobierno. Es difícil determinar el número de sus componentes hoy, pero se acerca a los 5.000 efectivos –cerca de 1.000 más son miembros de las FARC que nunca se desmovilizaron– y se sabe que hacen vida en 8 departamentos del país. Son particularmente activos en las zonas fronterizas y algunos de sus cabecillas tienen estrechas relaciones con el gobierno de Nicolás Maduro tanto que con alguna frecuencia se exhiben orondos y libres en la capital venezolana. Armados de sus ansias por el control territorial del país o llenos del deseo de cobrar venganza o intimidar a sus antiguos correligionarios de las FARC, estos se han dedicado a acabar con la vida de excombatientes, generando un ambiente de inseguridad de cuidado en muchas regiones alejadas de los centros más poblados del país.
Por último, el ELN es la agrupación criminal que más se ha fortalecido dentro de las zonas que controlaba, y dentro de otras, habiéndose expandido a las regiones que abandonaron las FARC tras el proceso de paz. Más de 3.000 hombres fuertemente armados y con capacidad para coordinar ataques terroristas y desarrollar acciones de tipo urbano se han estado fortaleciendo dentro y fuera de la geografía neogranadina. Hoy hacen vida en Antioquia, Pacífico, y en algunas regiones de Nariño que fueron claves para las FARC, pero además tradicionalmente se han concentrado en Arauca, Boyacá y Casanare y Catatumbo. Son los grandes controladores de la frontera del Arauca con Venezuela y su penetración en nuestro país es realmente importante en las zonas mineras de Guayana.
Su relación con el gobierno de La Habana es muy sólida y penetrante. El Comando Central del ELN se encuentra despachando a sus anchas desde la capital de Cuba, a pesar de ser objeto de una solicitud de extradición por parte del gobierno de Bogotá. Sus movimientos tentaculares se hacen sentir en Colombia, donde ha protagonizado inmisericordes atentados criminales como el de la escuela de Policía General Santander hace poco más de un año.
Lo anterior nos lleva a afirmar que la postura de la insurgencia no es hoy ni menos beligerante ni menos política que en el pasado. Se mantiene como una fuerza de choque activa y con poder de iniciativa, como un poder subterráneo que no ceja en su empeño desestabilizador de Colombia tanto como de Venezuela y que se encuentra cómodo en materia de financiamiento gracias a la ayuda que se le proporciona desde el otro lado del Arauca por más de una vía: bien sea, participación en el narconegocio dentro del país vecino, sociedad con fuerzas criminales venezolanas en la explotaciones ilegal de sus riquezas, asociación con el terrorismo internacional. Desde el desaguisado de la oposición venezolana del 30 de abril del año 2019, Nicolás Maduro cuenta con estos adláteres armados colaboradores de su gobierno, incluso más de lo que cuenta con las fuerzas militares venezolanas, las que a la hora de las chiquiticas no se sabe, con certeza, a cuál mando atienden.
El rol de defensa de la revolución que ejercen todas estas fuerzas del mal colombianas cuenta con un irrestricto apoyo del gobierno de Nicolás Maduro, quien sabe que no es por el camino de la institucionalidad que podrá perpetuarse en el poder y por ello atornilla perversas alianzas con quienes pueden mantenerse en control de un importante componente armado. Que este sea criminal, sanguinario, terrorista, abominable, lo tiene completamente sin cuidado.