Suelen ser molestos los primeros 100 días para cualquier presidente, fueren cuales fueren sus circunstancias y la coyuntura en la que les toque gobernar.
Todas las miradas se centran sobre su accionar de manera singular y, por lo general, se ve obligado a plasmar algunas de sus promesas de campaña.
Esa incomodidad, que en privado suelen confesar algunos exmandatarios, fue para el avezado tres veces presidente del Brasil, lo más parecido a un camino sinuoso, desde el arranque, minado, un poco más adelante y siempre cargado de obstáculos levantados por el mecanismo lógico de la política local, incluyendo a muchos de sus aliados.
Para poder evaluar el «Lula-Gobierno III» hay que despejar primero cualquier comparación con sus anteriores primeras centenas de días en el Planalto (sede del gobierno).
Algo que los encuestadores no pudieron evitar, a pesar de que la coyuntura económica y política del gigante suramericano es muy distinta de aquella a comienzos de siglo.
Según Datafolha, hasta aquí, el 38 % de los consultados aprueba su gestión, por debajo del 48% que registró en ese mismo periodo en el 2002 y el 2007.
Entre los sectores de ingresos medios ese porcentaje baja al 30 % y al 26 % entre los de renta alta. Evidencias claras de que su propuesta de atender las necesidades de la clase media, golpeada durante los años de Jair Bolsonaro (crisis económica mediante), urge, pero no será tarea fácil.
Otro dato que se puede tomar de esos números es que hay un efecto arrastre en los sectores medios de la imagen plasmada del Partido de los Trabajadores (PT) y del propio mandatario, por los casos de corrupción escritos a fuego en los anaqueles de sus anteriores gestiones.
Habrá que ver cómo lidia, de aquí en adelante, en esa arena un gobierno que nació con cierta debilidad política.
Despejados los números fríos de las encuestas, todo empezó con un presidente que tardó más de lo pensado en acomodarse en su despacho.
Lula se vio obligado a dedicar buena parte de la energía gubernamental a recomponer el daño institucional que acababa de heredar y el violento intento de golpe a los pocos días de su asunción.
Resultado directo de una sociedad polarizada al extremo y de ese nuevo actor político que surgió con el impeachment a Dilma Rousseff en 2016.
El bolsonarismo, un esquema político sostenido por dos columnas, la militar y la de iglesia evangélica, ambas con considerables cuotas de poder y decidido a construir un trumpismo a la brasileña.
Los sucesos violentos de comienzos de año obligaron al presidente y a su equipo a tener que reconstruir los mandos en las Fuerzas Armadas y recomponer la relación de algunas áreas del poder ejecutivo con la sociedad.
En aquellas primeras semanas su imagen de salvador de la democracia –una tarea que aún no concluyó–, se vio fortalecida, pero para algunos analistas, como es el caso de Denilde Holzhacker, politóloga de la escuela de marketing ESPM, Lula «no supo aprovechar aquel momento de un fuerte apoyo en el Congreso, principalmente de los sectores más conservadores».
Y es que, en verdad, aquella sensación de unidad duró menos que un helado en la puerta de una escuela.
El afán por articular algunas de las medidas que había anunciado en campaña, como la de bajar la tasa de interés para aliviar la situación de aquellos que perciben más de dos salarios mínimos e incrementar la cantidad de brasileños eximidos de pagar el impuesto a la renta, se veía obstaculizada por el Banco Central.
Principalmente por el presidente de la entidad, Roberto Campos Neto, al que todos señalan como un espada de Bolsonaro en un despacho estratégico y contra quien Lula no ahorró críticas o acusaciones directas de sabotear el plan económico que pilotea su ministro, Fernando Haddad.
Ni bien se desembarazó del conato de golpe, reflotó los programas estrella de su derrotero presidencial, la Bolsa Familia y Mi Casa, Mi Vida junto a otros planes sociales para atender la situación de los sectores más vulnerables de la sociedad.
Allí estuvo la marca personal de su concepción política, pero tampoco resultó fácil. Cada medida, cada proyecto, cada ley, el Ejecutivo está obligado a someterla a una tediosa negociación con la oposición más moderada y eso, suele provocarle algunas contusiones.
Son esos dos frentes en lo que el gobierno evidenció los mayores problemas en esos primeros 3 meses y 10 días.
Para el también cientista político Carlos Melo «la tarea para el presidente no será fácil. Hay resistencias históricas de la clase media. Principalmente, porque conserva valores y una visión del mundo que el PT (Partido de los Trabajadores) no termina de comprender, muchas veces demoniza a la clase media confundiéndola con la elite».
Y esa mirada también suele afectar al presidente que ya en la campaña, se había metido en un verdadero galimatías cuando dijo que la clase media tenía un padrón de vida que no se ve en ningún lugar del mundo. Y, como ya se sabe: todo está guardado en la memoria.
No obstante, a su regreso de China, una visita a la que el Planalto le dio vital importancia, el ministro Haddad le tiene preparado un proyecto para enviar al Parlamento que busca aliviar la tasa de intereses y los gastos con tarjeta de crédito, junto a una revisión del gasto público para el próximo año, mientras esperan a que en diciembre de 2024 terminé el mandato de Campos Neto en el Central y pueda proponer como reemplazante a su actual viceministro, Gabriel Galípolo.
En su fuero más íntimo, Lula y su equipo, están convencidos de que tienen que atender los reclamos de una franja social que percibe como ingresos el equivalente hasta cinco salarios mínimos, no solo para asegurar la paz al interior de la alianza que lo sostiene en el poder, sino también para poder cumplir con las expectativas generadas.
Pero alcanzar esa meta no depende solo del gobierno, sino también de esa oposición que le factura cada iniciativa, que lo hace sufrir más de la cuenta.
Antes de partir hacia China, el jefe de Estado no pudo ocultar esa incomodidad con los 100 días, cuando dijo que a partir de ahora «será pasado» y se mostró esperanzado en que «vamos a acomodar el país».
Una frase que viniendo del personaje se vislumbra modesta, huele a tarea inconclusa aún, pero que a la vez parece encerrar todos los problemas que lo esperan por delante, en una coyuntura por demás compleja.
Los puntos más altos de su gestión, hasta aquí, están en el frente externo. Se esforzó por volver a colocar al país en el escenario internacional.
Volvió a captar la atención del vecindario con su anuncio de reingreso al Unasur –un foro cada vez más nominal que efectivo–, todo un guiño hacía la tropa de que todo está de vuelta y se tomó muy en serio la idea de un club de países que negocien la paz entre Rusia y Ucrania, por fuera de las Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad.
Este proyecto, y la necesidad mutua de fortalecer con China una alianza comercial, ya de por sí próspera, es lo que lo tendrá en China hasta agotar la semana.
En 2022 la balanza bilateral entre ambos países fue de 152.800 millones de dólares, con un superávit para el país sudamericano de 62.000 mil millones, mientras que las inversiones de empresas chinas en Brasil superan los 70.000 millones.
Un escenario más que óptimo para tratar de despertar a una economía que según los pronósticos seguiría estancada a lo largo del año.
El balance, entonces, podría calificarse de óptimo, si se toma en cuenta dónde se encontraba Brasil al terminar el 2022.
Con una economía que había levantado artificialmente por la inyección de fondos que habilitó el presidente saliente, Jair Bolsonaro, en tiempos preelectorales y sumida en un desorden institucional que, a la postre, le allanó el regreso a Lula.
Un Lula distinto, fiel a su pragmatismo sindical de origen y que, como se puede observar, sufre la incomodidad de los 100 días, pero mucho más el incordio de tener que gobernar por los senderos más moderados hacia la derecha de lo que estaba acostumbrado y en tiempos de vacas flacas.
José Vales es escritor y periodista argentino.
Artículo publicado por el diario El Debate de España