El embajador Gustavo Tarre Briceño, representante en la OEA del encargado presidencial venezolano, Juan Guaidó, ha puesto una pica en Flandes. Con el apoyo de 12 gobiernos –entre estos los geopolíticamente más importantes (Colombia, Brasil, Estados Unidos) al momento de resolver sobre la honda crisis, si así se le puede llamar en propiedad a la tragedia humana y humanitaria de proporciones abisales e infrahumanas que sufre Venezuela– ha invocado el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca o TIAR. Ha pedido y logrado la convocatoria de su Órgano de Consulta, integrado por los cancilleres de los Estados partes, para que analice dicha realidad tal como es, crudamente, sin subterfugios ni matizaciones de conveniencia, sin mediatizaciones ideológicas o escapatorias mercaderiles.
¿Qué significa ello, en el fondo, desde la perspectiva venezolana dominante y sufriente, y la de los países que, sin titubeos, con transparencia, acompañan de manera responsable y un firme sentido ético al pueblo venezolano, que es la víctima que cabe tutelar, al final de las cuentas?
No se trata, en efecto, de un conflicto entre actores políticos y moralmente equiparables, menos de una asincronía entre perspectivas ideológicas que antagonizan en lo doméstico y en medio de acusadas deficiencias institucionales y democráticas, causando supuestamente lo que han causado; y que requerirían ser conciliadas, políticamente, como al término insisten tozudamente los europeos, la canciller socialista Federica Mogherini, la España de Sánchez e incluso la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet.
Se trata, como lo veo e indica la Iniciativa Tarre –dicho esto coloquialmente y para que mejor se entienda–, de un caso típico de secuestro, del plagio criminal de toda una población para fines delictivos y terroristas, para causar desestabilización regional, comprometiendo la paz y seguridad americanas.
Ello se capta a cabalidad solo cuando el observador –lejos de la trampa narcisista mediática– se mira a sí en el rostro de los 4 millones de hombres, mujeres y niños que forman esa diáspora casi bíblica de los venezolanos, en procura de algún mendrugo que les permita sobrevivir en tierras lejanas, no todas abiertas o generosas, y se entiende.
Colombia, en lo particular, la más amable y fraterna, que hace apenas un lustro cuenta con una inmigración que acaso frisa los 150.000 extranjeros, ahora está digiriendo la presencia de más de 1.200.000 compatriotas nuestros, a quienes alberga y busca darles el sustento que las más de las veces no tiene para su propia gente. Su economía se ve afectada y también su gobernabilidad, dentro de una ingeniería criminal extranjera y vecina que muestra con cinismo su auténtico rostro: las FARC, en sincronía con Cuba, se rearman –después de penetrar en el establecimiento democrático neogranadino– y anuncian su sociedad con el Ejército para la Liberación Nacional (ELN) colombiano, que controla la parte sur de Venezuela en alianza con el régimen usurpador de Nicolás Maduro Moros.
En suma, todos a uno de los venezolanos –incluidos sus actores políticos, todos, con sus debilidades o particularidades conocidas– son víctimas de secuestro o plagiados, tanto como lo fueran en su momento Ingrid Betancourt y Clara Rojas bajo las FARC, durante el cautiverio al que las sometiesen estas dentro de la frontera colombo-venezolana.
Pedirles a los secuestrados, pues, que arbitren previamente sobre sus liberaciones y democráticamente, más que un desatino es una estupidez.
A la Betancourt y a la Rojas las rescataron las autoridades colombianas sin esperar a que la una o la otra se entendiesen entre sí, luego con sus plagiarios, para después decidir sobre cómo salvarlas de su desgracia.
Por su misma situación, solo cabía esperar de ellas que viviesen su infierno con ánimo confuso, amedrentadas, parceladas sus perspectivas y a ratos rabiosas o desesperanzadas; o como ocurre en todo plagio, para soportarlo, una u otra buscaba congraciarse con su verdugo en la selva profunda o hasta pensaba a ratos en inmolarse y enfrentarlo con coraje.
Resulta imposible, en suma, que los secuestrados y víctimas de un crimen tan perverso como este y por parte de terroristas y narcotraficantes ofrezcan como pago y homenaje de quienes acudan a salvarlos un concierto sublime, de afinados compases rítmicos, dirigido por Arturo Toscanini.
Pero hete aquí lo importante. Los venezolanos, los secuestrados, por voz de Tarre han dicho a las fuerzas del orden regionales y globales –fracturadas hoy en sus narrativas– sobre la realidad cruda que cargan a cuestas y hace la diferencia, y que corta las aguas desde la perspectiva del TIAR: grupos criminales, narcoterroristas armados, concertados, aliados incluso con fuerzas militares extranjeras, incluidas algunas extracontinentales, amenazan desde un Estado con actos de agresión varios no solo a sus vecinos sino a quienes, desde adentro o desde afuera, no les toleran y les niegan impunidad, comprometiendo la paz y la seguridad hemisféricas.
Es una cuestión, entonces, policial y de tipo quirúrgico. Los pasos están claramente discernidos en el texto del TIAR, que en lo adelante reclama, obviamente, de la voluntad de sus gobiernos miembros. El asunto está en manos de la policía. Es su responsabilidad, incluso para con la historia. No depende más de los secuestrados. Así de sencillo.
correoaustral@gmail.com