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La incierta calma…

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La calma de hoy no es calma. Si escuchamos con atención, hay un río subterráneo rugiendo su cólera en cada rincón del mapa. Los criminales siguen destapando botellas de champaña, envanecidos en su aparente dominio de las circunstancias. Pero ya aquí nadie tiene el control sobre nada. El caos ha adquirido autonomía de vuelo. Y ellos están cada vez más solos en su borrachera de poder. Mientras tanto, el ruido de fondo se mantiene. El ruido de la ira. Es el “no más” escribiéndose en cada pecho. Es la incierta máscara de la calma. Es nuestro propio huracán en ciernes.

Si algo debemos terminar de entender los venezolanos es que hemos batallado sin descanso, entrado en profundos declives anímicos, vivido alegrías que se esfuman como burbujas y nos han vapuleado la esperanza decenas de veces, sí, pero a pesar de tanto, debemos prohibirnos la resignación. No nos podemos acostumbrar a tanta indecencia. No podemos permitir que conviertan nuestras vidas en un trapo sucio y mohoso arrojado al basurero de la historia. Ese sí sería el fin del país.

Por eso, insisto, nadie está en calma. Nada está en calma. El ruido de fondo es tan nítido como inquietante.

Que nadie se llame a engaño. Que el régimen no tome como victoria las calles vacías ni el grito apagado de los manifestantes. Que no se atreva a hablar de paz conquistada. Que no crea que “una vez más” venció al país (y no hablo de “país opositor” porque ya el adjetivo es tan estrecho como insuficiente). Que la pandilla del régimen no se solace en un brindis de triunfo. Porque aquí nadie puede brindar por nada mientras la ruina continúe su trágico discurso. Porque la gente sigue muriendo, menguando o partiendo. Porque el hambre permanece inalterable en los estómagos del venezolano. Porque nadie con poder de decisión ha movido un dedo para detener el derrumbe del país.

En definitiva, así hoy no haya marchas, trancones, consignas al aire, disparos a los pulmones, bombas lacrimógenas estallando, gente cayendo herida en el pavimento, perdigones ardiendo en la piel, los venezolanos seguimos bajo estado de emergencia. No ha habido un solo año de pausa, estabilidad o sosiego desde que el chavismo entró a nuestras vidas. El huracán Hugo, seguido de esa penosa degeneración que hoy nos azota, han convertido en catástrofe una nación latinoamericana que tanta admiración causaba apenas dos décadas atrás. Éramos el futuro. Hoy somos tierra devastada gracias a un huracán que tiene 23 años girando y girando de manera devastadora sobre nuestra miserable cotidianidad. Somos un paisaje de vidas caídas, escombros y severa depresión. Poca cosa queda en pie. Quizás ese viejo roble llamado dignidad. Y bajo su sombra, la rabia y el dolor han aprendido a convivir. Pero el desaliento que hoy fustiga al país no se puede convertir en resignación. No debe. Nadie puede acostumbrarse a la humillante vida que Nicolás Maduro le prodigó a los venezolanos. Nadie. Moralmente sería inaceptable.

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