Hubo un tiempo en que los habitantes del Caribe de procedencia colonial inglesa le sacaban el cuerpo al hambre y la miseria reinante en sus islas subdesarrolladas viniéndose al reino de los reyes magos del petróleo venezolano. Poco importaba el oficio, que los trinitarios que constituían la mayoría de los arribados a Venezuela para sortear su hambre no los tenían: podían vivir de heladeros, subiendo los empinados cerros caraqueños con su sabrosa y refrescante carga ambulante de ice cream. O haciendo los servicios de limpieza y mantenimiento de los hogares de las poco hacendosas dueñas de casa venezolanas. Venezuela se había convertido de la noche a la mañana en un reino de las Mil y una noches, lo que sobraba era dólares, no se encontraba a nadie nacido en sus tierras dispuesto a asumir el trabajo sucio y el auxilio de los vecinos –fueran caribeños, colombianos, ecuatorianos o chilenos– le venía al país de los súbita e inesperadamente multimillonarios como anillo al dedo.
Pero las vueltas de la rueda de la fortuna también terminarían atropellando a los neomultimillonarios petroleros del Caribe. Y fatigados de tanta impúdica riqueza, sus pretenciosos hijos decidirían emanciparse de la dependencia petrolera y despreciar sus bienes, regresándose a los corrales ideológicos de la pobresía. Arrimándose sus analfabetas hombres de armas al árbol con menos sombra: la Cuba castrista. Mientras todo sobraba, sus generosos dirigentes políticos, manirrotos en el dispendio de lo que no era suyo, irían en auxilio de la zarrapastra caribeña regalándole el petróleo a manos llenas. Era la fórmula ideal del socialismo venezolano: ganarse a esas repúblicas sin destino para contar con sus votos en las Naciones Unidas y en la OEA, traficar sus votos a cambio de barriles de petróleo y sentar el precedente aviesamente utilizado por sus más directos herederos, los militares chavistas, que hicieron del garrote petrolero, usado ahora como una poderosa arma de imposición en política exterior.
Ahora, cuando esa política extenuó las fuentes petroleras y la pobreza ha vuelto a adueñarse de los venezolanos, ya no solo están incapacitados para seguir regalando el petróleo, sino que sus nacionales deben huir del terror de la miseria echándose al mar en busca de playas de acogida. Y desmemoriados hasta el absurdo, creen que los vendedores de helados y las sirvientas trinitarias correrían a devolverles el favor de antaño.
El despertar ha sido trágico: ya son docenas los náufragos venezolanos ahogados en aguas caribeñas luego de ser expulsados de las playas trinitarias como si fueran leprosos. La generosidad no abunda en esas, ni en ninguna otra tierra. Ni la riqueza brota de sus suelos como un maná regalado por los dioses. Tampoco abundan en ellas las vacas gordas y la disputa por lo poco que está a mano del hombre los vuelve más egoístas de lo normal. Venezuela comienza a experimentar la terrible experiencia del destierro y no se vislumbra el fin de su cataclismo. Que los ha convertido de “ta’barato deme dos” en “un regalito por el amor de Dios”. Nos cayó encima la época de las vacas flacas. En la experiencia histórica de los venezolanos no cabe otro recurso conocido y experimentado que “irse a llorar al valle”.
Que Dios se apiade.
@sangarccs
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