La revolución bolivariana, la que se instaló en el poder hace 24 años para eliminar la corrupción y la pobreza, ha terminado implosionada precisamente por el más descomunal robo que haya conocido el mundo en este siglo. Robo y gestión del poder que nos ha conducido a una tragedia humanitaria, sin precedentes en nuestra historia moderna.
Ha sido de tal magnitud la explosión putrefacta de la cúpula roja que no ha podido ser ocultada, como ha sido la costumbre en estas dos décadas y media de control absoluto del poder.
La profundización de la tragedia humanitaria, la protesta sistemática, permanente y valiente de los educadores, jubilados y demás trabajadores del sector público han colocado contra la pared a Maduro y su camarilla. Cuando buscan ofrecer algún paliativo a los trabajadores se encuentran con la dramática realidad de que las cuentas no cuadran. Es entonces cuando tienen que asumir la realidad. Y ella no es otra que el dinero de la venta del petróleo no estaba entrando al fisco, se lo estaban robando.
Cuando uno se detiene a examinar o a investigar, con las graves limitaciones de todo sistema autoritario, el funcionamiento de la administración pública no tiene otra alternativa que concluir en una realidad: estamos ante un gobierno y un sistema político en el que el desorden, la opacidad y el robo son la regla.
Esa opacidad ha sido propiciada por Maduro y su más cercano círculo. Para ello se inventaron una ley que los autoriza a adelantar en secreto y sin control alguno operaciones financieras, venta de activos de la República de forma exprés, desconociendo taxativas normas vigentes y adulterando la contabilidad fiscal. Me estoy refiriendo a la famosa Ley Antibloqueo. De modo que ese inconstitucional texto normativo, solo imaginable en un Estado fallido, es la mampara legal utilizada para este descomunal robo.
Ha sido ya una conducta sostenida desde el comienzo del régimen actual la cultura de la ilegalidad. La violación de las normas y principios constitucionales en materia de administración de las finanzas públicas y en el manejo general del Estado ha sido una constante que se ha defendido bajo el concepto de que “estamos en una revolución”.
Lo cierto es que en nombre de la revolución se estableció la impunidad como política. Jamás se oyó ni tramitó ninguna denuncia emanada de sectores diversos de la sociedad democrática venezolana. Jamás el parlamento, controlado por la cúpula roja, ha adelantado investigación alguna que toque a los jefes políticos y militares en funciones. Las pocas acciones o sanciones en materia de corrupción han sido para la venganza contra personajes salidos de sus filas o para dirigentes de la oposición. Como ejemplo está el caso del fallecido general Raúl Isaías Baduel, llevado y dejado morir en prisión por venganza, con el pretexto de sancionarlo por actos de corrupción.
La lista de escándalos ocultados y engavetados es muy larga. Frente a ellos los poderes socialistas hicieron mutis. Desde el Plan Bolívar 2000, pasando por los escandalosos casos de Cadivi y de los alimentos podridos, hasta el reciente escándalo de Pdvsa, la lista de robos es tan amplía y monumental que este artículo no tiene el espacio para relacionarlos.
No tengo duda alguna que más de 400.000 millones de dólares se han ido por el albañal del despilfarro y la corrupción, en estos tiempos de la revolución bolivariana. El daño material es gigantesco. Lo que se pudo haber hecho en términos de desarrollo social y económico, lo que se ha perdido por ese saqueo en relación con el abandono de nuestra infraestructura, la calidad de vida perdida para nuestra ciudadanía, no tiene forma de ser cuantificado.
Pero el daño más brutal de este asalto a nuestra riqueza nacional es en términos humanos. Lo que ahora conocemos como daño antropológico. Comencemos por registrar las miles y miles de muertes causadas por la destrucción de nuestro sistema de salud y por la hambruna causada. La muerte de mengua de nuestros compatriotas debemos tenerla presente en todo momento.
La ruptura de la unidad familiar es otro daño inconmensurable. El robo mil millonario de la camarilla roja ha obligado a millones de venezolanos a emigrar. La falta de oportunidades, el cierre de las fuentes de trabajo, la pulverización del salario, la delincuencia desatada y protegida por el régimen, el clima de hostilidad permanente, entre otros factores, han producido la más elevada estampida humana de que tenga noticia la historia reciente en nuestro continente americano.
Pero el daño sociológico más perverso, que la impunidad y el clima de convivencia actual ha generado, está relacionado con la relativización ética de la sociedad. Se ha producido un relajamiento moral en el seno de nuestra sociedad, y muy especialmente en todos los sectores y niveles de la administración pública.
No hay ya, casi dependencia pública, donde no se cobre por atender alguna de sus obligaciones. Toda actividad vinculada con lo público está tarifada. “La comisión”, “la colaboración” es una constante en el servicio público. Pero además se ha extendido en toda la sociedad. Hay una tendencia a apropiarse de lo ajeno, en las empresas, en los hogares, en las organizaciones privadas.
El proceso de grosero enriquecimiento, de esa nueva categoría llamada “los enchufados”, es aceptada socialmente, y ha generado una especie de búsqueda afanada de sectores sociales para conectarse con esas fuentes ilícitas de recursos. El reciente escándalo de los personajes vinculados con la construcción de edificios en Caracas, la existencia de las flotas de automóviles y camionetas de lujo, las mansiones construidas en estos tiempos, la prostitución y las drogas, evidencian una cultura del hedonismo, la lujuria y la gula desenfrenados, que segmentos de la comunicación social y de la política aceptan como normales.
Insuflar a la sociedad de un nuevo aliento ético, de una cultura de valores austeros y respetuosos de lo ajeno, y de la integridad moral de las personas y familias, constituye un desafío y una tarea pendiente para toda la sociedad.
Por supuesto que desde el mundo del liderazgo político debemos enviar un mensaje claro y categórico de rechazo a las perversiones y de promoción de una nueva moral republicana. Para ello es fundamental predicar con el ejemplo. Se requiere autenticidad. No es posible lograr un nuevo clima moral en la sociedad si el liderazgo dice una cosa y hace otra. Bien nos lo ha señalado, en uno de sus libros, el gran filósofo cristiano José Rodríguez Iturbe: “No hay ética pública si no hay ética privada”.
Para garantizar un país de instituciones, donde el derecho ordene la vida social y el adecuado funcionamiento del estado, debe haber una primacía de la ética. Sin ella solo vamos a seguir repitiendo espectáculos bochornosos, como los que hemos estado presenciando en estos tiempos de mengua.
Es hora, entonces, de asumir un compromiso para insuflar a la nación de un nuevo aliento moral que cubra todos los sectores de nuestra sociedad. Compromiso del liderazgo político, pero también de las iglesias, los medios de comunicación, los sectores empresariales y académicos, entre otros. La reconstrucción de Venezuela debe comenzar por el restablecimiento de la moral y el Estado de derecho.
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