Me mantengo a la espera para saber cómo recibirán mi cuerpo y mi ánimo los primeros noventa años de larga, difícil y deslumbrante existencia en un país no menos difícil y conocedor de duras aflicciones. No trato de hacer malabarismos ni juegos de palabras; lo que haya de ocurrirme ya lo sé de sobra porque nada se parece más a los noventa que los ochenta porque todos cargamos la triste edad de la desventura venezolana.
Lo que sostiene a estos nuevos y, para algunos, avanzados años son las ilusiones, es decir, las trampas y engaños que mis propios sentidos ponen en mi camino solo para que, torpe por la edad, tropiece, caiga y tenga que arrastrarme por los callejones de la ignominia.
Tengo plena conciencia de que a medida que avanzaba en el tiempo perdía los dorados resplandores de la infancia. Me fueron necesarios porque siendo niño no tenía que hacer ningún esfuerzo, ya que vivía en la ignorancia del mundo y de la muerte. Pero el mundo y la muerte surgieron brutalmente cuando las personas mayores comenzaron a convertirme en adulto: ¡me alejaron de la poesía y me transformaron en prosa!
Siendo niño me eternizaba en una regocijada Arcadia de juegos e inocencias. Disfrutaba los paseos por un jardín que desconocía el pecado original. Era un ángel, que estaba formando mi inconsciente. Símbolo del futuro de la misma manera que los adultos lo son del pasado. Son únicamente los niños los que dicen adiós a la edad del hierro y junto al poeta Virgilio bendicen la aurora de la edad de oro. Representan mejor que nadie una natural sencillez y una gloriosa espontaneidad. Cuando los discípulos preguntaron quién era el mayor en el reino de los cielos, Jesucristo llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: “Si ustedes no son como este niño, no entrarán en el reino de los cielos”. De tal manera que cualquiera como aquel niño será el mayor en el reino de los cielos. Es más, los simbolistas consideran santa a la mujer que muere mientras nace el hijo porque asemejan su muerte a un sacrificio humano. No es que la vida se escapa al ella morir, es que sobreviven la tribu, la nación, la familia.
Cuando somos niños nos deleitamos viendo monstruosas figuras creadas por manchas en el techo de nuestra habitación; caprichosas formas que asumen las nubes que pasan por el azul del cielo impulsadas por un viento que no vemos.
Ese niño comienza a transformarse en el esperado milagro que resolverá todos nuestros enigmas adultos, pero justamente son los propios adultos quienes lo impiden porque lo convierten en prosa, en concepto, en imagen que no se apoya en ninguna realidad sostenible. Hacen de él una anhelante ilusión dominada hoy, en mi caso personalísimo, por jerarcas bolivarianos y del narcotráfico que se niegan a aceptar no solo el estrepitoso fracaso de su pretendida revolución sino la obligación de marcharse amparados, seguramente, por algún acuerdo firmado conjuntamente con la oposición política que les permita huir hacia adelante liberados de culpa y ligeros del peso de todos los crímenes y dinero robado, pero protegidos por el monstruo de tres cabezas que se eterniza en las oscuras y antiguas leyendas.
Desde el preciso instante en que la abnegada pero tonta maestra o los padres desaprensivos comienzan a inocularle prejuicios y banalidades consignados en los libros de textos o en las adorables tradiciones familiares, el niño deja de ser la poesía que fue mientras se doraba al sol en la perfecta Arcadia de la inocencia. El malvado propósito se mantiene oculto detrás de los pupitres del aula o debajo de la mesa del comedor. Prohibirle al niño que se deleite con lo que verdaderamente lo deslumbra es alcanzar lo máximo, es decir, lograr que no sienta su alma navegando en el interior de su cuerpo. La obligación de la maestra y de los padres es castrarlo, hacer de él un adulto, un nuevo eslabón de la cadena social productiva. ¡Un ser sin alma!
A los noventa, afortunadamente, siento que algo persiste en mí de aquella iluminada Arcadia. Creo y al mismo tiempo descreo. Dudo y me castigo a mí mismo por dudar. A veces es tenue y frágil la diferencia entre lo que anima a mi espíritu y lo que este acepta como verdad. Sin embargo, aspiro que al igual que el árbol que sembré puedan mis hijos hacer familia y olviden y perdonen como yo, no a los ladrones bolivarianos sino a quienes siendo amigos o parientes míos me traicionaron alguna vez.
Acaricio la sospecha de que he estado acumulando soplos, instantes, detalles de una realidad que creía verdadera. Las ilusiones son apariencias que surgen como si se tratara de cosas esencialmente necesarias y se tornan tan frecuentes que no solo las forjamos sino que, sin darnos cuenta, las vamos confundiendo con ácidas alucinaciones al punto de que el pájaro inquieto que vemos moverse en la frágil rama del árbol comienza a vociferar órdenes militares porque es el pájaro en el que Nicolás Maduro convirtió al comandante Chávez al nomás morir de cáncer y antes de mentir cuando proclamó que ser pobre era santa virtud mientras amasaba una portentosa fortuna en dólares robados al país.
Alcanzados los noventa, descubro que todo ha sido ilusión; inventos de mi alocada existencia alterada por circunstancias ajenas, políticas o de cualquier otra naturaleza. Posiblemente la más desatada y sin control haya sido la provocada por el amor, porque con él siempre creí vivir sin percatarme de que realmente vivía en la Arcadia de mi propios sueños.