La persecución a la Iglesia Católica, desde cuando el arzobispo de Managua, cardenal Leopoldo Brenes, intenta reconciliar a los nicaragüenses –gobierno, estudiantes, sector privado, sociedad civil, medios de comunicación– e impulsa en 2018 un diálogo nacional con la insensible e insaciable dictadura de los Ortega-Murillo, llega a puerto de un modo traumático. Expulsado el carismático obispo Silvio José Báez, auxiliar de la Diócesis de Managua, le siguen las religiosas de la congregación que fundara la Madre Teresa de Calcuta y ahora el encarcelamiento del obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez junto a sus clérigos.
La imagen de monseñor Álvarez, de rodillas y con los brazos abiertos, mientras le observan con desprecio sus esbirros antes de conducirle tras las rejas, traen a la memoria la experiencia de los miles de hombres y mujeres que, silenciados, padecieron torturas y cárceles bajo los gobiernos comunistas de la Cortina de Hierro. Preservaron con dolor y sacrificio su fe y dejaron el referente de un “nuevo humanismo” anclado en los orígenes, el de los martirizados. Es aleccionador, en tal orden, el libro que escribe Florencio Hubeñak en 2018, La Iglesia del silencio, que recrea a esa Iglesia sufriente que es la otra cara de la moneda. Es el reverso del silencio – ¿incomprendido, incomprensible? – que se impuso el Vaticano para entenderse con los gobernantes comunistas desde mediados de los años sesenta del pasado siglo.
Empeñada Roma en una política “buena vecindad” y “convivencia”, dicen los analistas que era su objeto “prolongar la vida cristiana y si posible dejar alguna que otra semilla de supervivencia” en espacios hostiles. “Bien poco”, recrimina Stefan Glejdura en el ensayo «La ‘Ostpolitik’ del Vaticano» que publica en 1974. El artífice de tan delicada operación de diálogo y silencio prudente frente a los haceres de los enemigos de la catolicidad fue monseñor Agostino Casaroli (1914-1998), un Kissinger purpurado.
Hecho obispo por Pablo VI inicia sus tareas bajo el pontificado anterior de Juan XXIII, autor de Pacem in Terris. Logra presidir la Conferencia de Helsinski, donde se inaugura la distención de Occidente con el Pacto de Varsovia. Su acción se hace sentir en Checoslovaquia, Rumania, Polonia, Yugoslavia, Hungría, todos bajo la férula de Moscú. Más tarde, Casaroli será el secretario de Estado de Juan Pablo II, casualmente sólo hasta el derrumbe soviético, cuando renuncia. El apoyo vaticano se había redirigido abiertamente al movimiento laboral y anticomunista Solidarnosc de Lech Walesa, en Polonia.
La cuestión es que la Ostpolitik vaticana, que se marida con la de Alemania Federal bajo el gobierno de Willy Brandt, respondía a “un estado de cosas”; pero la realidad cruda no cesaba, a saber, la convicción en la Iglesia de su imposible convivencia o cohabitación entre el ateísmo y el cristianismo. Los soviéticos se declaran irreconciliables. Prosiguen en su estrategia de arrancar de raíz, como si se tratase de una lucha de clases, a la religión, que ven como expresión sociológica transitoria y al diálogo como útil, al efecto.
Casaroli busca “salvar lo salvable”. Sin abandonar sus raíces, cree posible alcanzar “acuerdos prácticos” con una fuerza que moralmente se las niega, por visiones antropológicas diametralmente opuestas. Así, bajo autorización discrecional de los regímenes comunistas el Vaticano designa obispos convenientes en las respectivas diócesis, pero no en todas.
En ese tour de forcé, al impedírsele designar obispos v.gr. para Eslovaquia, Roma, mientras amaga en otra banda compensa su impotencia. Nombra dignatarios para los católicos emigrados residentes en distintas partes del mundo. Lo mismo ocurre con los greco-católicos procedentes de Ucrania y expatriados, durante el dominio de la URSS.
Pablo VI, para facilitar su entendimiento y el de Casaroli con Hungría destituye al cardenal primado Mindszenty, refugiado en la embajada norteamericana en 1956. Le silencia. No pudo siquiera publicar sus memorias. “No por ello dejó de perseguir sus fines anticomunistas” el Vaticano, según revela un documento secreto del gobierno eslovaco. No obstante, insatisfecho el Papa ante un Colegio de Cardenales preocupado por los traspiés, insiste en la Ostpolitik arguyendo ser el camino evangélico. Admite ante aquél “la amargura y preocupación que nos causa el prolongarse o el agravarse de no pocas situaciones contrarias a los derechos de la Iglesia o de la persona humana”.
Los exégetas de la cuestión reprueban que el Vaticano no lograse, cuando menos, nivelar el diálogo para obtener mejores resultados. Otros alegan que el derrumbe del comunismo en 1989 le dio la razón, si bien se les responde que cayó a pesar de la Ostpolitik, debido a la firme actuación de Juan Pablo II.
Los tiempos son otros en el siglo XXI.
Los que quedaron atrás, en 1989, dejaron una maldad ominosa descrita por dicho Papa Santo. Occidente, como paradoja, la reactualiza en su seno: “Muchos pueblos pierden el poder de autogobernarse, encerrados en los confines opresores de un imperio, mientras se trata de destruir su memoria histórica y la raíz secular de su cultura. Como consecuencia de esta división violenta, masas enormes de hombres son obligadas a abandonar su tierra y deportadas forzosamente”, reza Centesimus Annus. He allí a Venezuela, Cuba, y Nicaragua.
El Vaticano, desde otra lógica, la Norte-Sur de los años setenta del siglo pasado, con Francisco regresa a la Ostpolitik de Casaroli. China le autoriza nombrar obispos y se aproxima a la Iglesia ortodoxa rusa, la de Cirilo, que ha justificado la invasión a Ucrania y con quien se entrevista en La Habana en 2016.
El cardenal Brener le ha dicho a La Prensa de Nicaragua: “Nosotros no somos enemigos del gobierno; la Iglesia predica el amor, la paz, la reconciliación”. Entre tanto, siguen encarcelados el obispo Álvarez y sus clérigos. Diría Glejdura, acaso, que “es como si aquella Iglesia del Silencio, que en realidad era la única iglesia viviente, se hubiera esfumado de la noche a la mañana, sólo porque el ‘coexistencialismo’ se ha apoderado casi del mundo entero; es difícil comprender esta situación”.
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