El poder debe estar al servicio del bien común, y no el bien común al servicio del poder. En el primer caso, el poder puede ser benéfico para la generalidad. En el segundo, sólo se favorecen los mandoneros del poder a costa de la destrucción política, económica y social. A costa de la destrucción del bien común.

Cuando el poder se convierte en un dios, más allá de las ideologías, entonces se le adora con la máxima expresión de la miseria humana. Cualquier medio se valida con tal de que contribuya a la continuidad del poder.

Es el poder como ídolo exclusivo y excluyente. Es la imposibilidad de que surja algo positivo de semejante aberración. En el mundo, el poder como idolatría no es la norma, pero mucho menos la excepción.

La adoración del poder por el poder mismo es uno de los peores males que azotan a la humanidad. Y vaya que si abundan éstos. Lo más ruinoso es la personificación del poder en un supuesto líder que, tarde o temprano, tendrá consecuencias devastadoras.

La idolatría del poder se controla o evita con una democracia pluralista, vigorosa en instituciones independientes y guiada por valores trascendentes. Eso es lo que deseamos y por lo que no nos cansaremos de luchar.


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