OPINIÓN

La hora de los profetas

por Ángel Oropeza Ángel Oropeza

Uno de los síntomas anímicos y psicológicos colectivos más salientes de las crisis crónicas es la desorientación y la sensación generalizada de que se ha perdido el rumbo, que no hay salida.

Esto no sería más que un dato psicocultural importante o un hallazgo sólo de naturaleza científica si no fuera porque sus consecuencias conductuales en la población van mucho más allá y resultan ciertamente más graves. Porque si una población no percibe en el escenario una solución tangible a su tragedia, y además no sabe qué hacer para que ello ocurra, termina por generar la creencia de que no hay solución posible. Se origina así un ciclo pernicioso de reforzamiento cognitivo que finaliza provocando una actitud de indefensión y desamparo, que puede conducir a conductas de desmovilización y resignada pasividad.

Es en estos momentos de desorientación, incertidumbre y angustia, cuando los pueblos necesitan de profetas.

En el lenguaje cotidiano se suele confundir profeta con adivinador, con alguien que alega poder predecir el futuro. No son esos embaucadores quienes nos hacen falta. Ya tenemos de sobra gente especializada en engañar, sobre todo en posiciones de poder. Cuando hablamos de la necesidad urgente de profetas en estos momentos de incertidumbre y desasosiego, nos referimos a su verdadera función.

La palabra “profeta” proviene del griego “profetés”, que significa “portavoz”, “mensajero”. A diferencia de cómo se pensaba en el antiguo mundo griego, en el lenguaje bíblico no se  concibe al profeta como un adivinador o vidente, sino como alguien cuyo carisma es interpretar la historia y la realidad desde la perspectiva de lo que Dios quiere para sus hijos. Por ello, como bien lo señala el sacerdote jesuita José Luis Sicre en varias de sus obras sobre el tema, la denuncia de los problemas sociales y el esfuerzo por una sociedad más justa son elementos centrales y constantes en el mensaje de los profetas.

Es el caso del profeta Amos, quien denuncia la injusticia social, la explotación económica y en especial la corrupción e hipocresía de los gobernantes en la antigua Samaria; o de Ezequiel, quien condena la corrupción  de las élites y la generación de falsas esperanzas en el pueblo que le llevan a la pasividad y a la inacción; o de Miqueas, quien acusa a los poderosos y aristócratas que explotan a los campesinos y sólo piensan en el poder y en sus privilegios, y denuncia el uso de la religión para ocultar y justificar las injusticias sociales; o de Isaías, para quien la acumulación de riqueza y poder por parte de los ricos y gobernantes de Jerusalén, mientras el pueblo sufre y se empobrece, es una traición a Dios.

Pero la labor del profeta no se limita a la denuncia de la injusticia, sino que su misión va más allá: por una parte anunciar y proclamar la realidad de un futuro distinto, y por la otra transmitir a la gente lo que se debe hacer en el momento presente para alcanzarlo y comprometerse con ello.

El desastre y la destrucción sistemática que ha sufrido el país en los últimos años hacen que Venezuela necesite hoy de casi todo. Pero como eso no se va a lograr con ruegos y falsas esperas sino con empeño y lucha, una de las cosas que más requerimos es de profetas. O dicho de otra manera, necesitamos que nuestro liderazgo social y político asuma con más fuerza la ineludible actitud profética que el momento demanda.

¿A qué llamamos actitud profética? Sabemos –y siempre hay que insistir en esto- que no habrá solución a la tragedia venezolana sin una progresiva, continua y sistemática presión social cívica interna. Pero esta no se dará, al menos en los niveles de intensidad y eficacia necesarios para generar las condiciones que fuercen al cambio político, si parte importante de la población siente que no vale la pena o no ve claro el rumbo.  Por ello es crucial el compromiso profético de mantener y alimentar la esperanza del futuro distinto, y de que ese futuro es posible y viable si hacemos las cosas que hay que hacer.

En política, la actitud profética tiene mucho que ver con la capacidad de enamorar con la idea de un sueño, con la habilidad para transformar los deseos en metas, con convencer en la necesidad de no renunciar a ellos y de luchar por conseguirlos. El profeta denuncia la injusticia de las realidades concretas, en cuanto indignas de la condición humana, y a partir de allí insiste en motivar y mantener viva la esperanza que vale la pena y es posible incidir en esas realidades hasta cambiarlas. El profeta recuerda y proclama siempre no sólo el norte hacia el cual nos dirigimos, sino además el compromiso de no desistir en la lucha hasta alcanzarlo, para lo cual resulta una condición esencial nunca dejar de creer que esa sociedad deseable es posible

La actitud profética implica denunciar, anunciar, acompañar al sufriente, insistir a tiempo y a destiempo, hablar siempre, no callar, repetir el mensaje –porque siempre habrá alguien a quien no le ha llegado- , informar, proponer, enseñar que las cosas pueden ser distintas, impedir que las personas se resignen a sobrevivir como súbditos sumisos, explicar cómo hacer las cosas de manera diferente a las que han generado esta tragedia. Ser testigo y presagio de la Venezuela posible. No permitir que la desesperanza se instale y carcoma los deseos de cambio. Y esto, de nuevo, no es una actitud necesaria ni exclusiva de la dirigencia política y social, sino de todos quienes, cada quien desde su especificidad y condición particular, aspiramos a la liberación democrática de nuestro país.

Baruch Spinoza, filósofo racionalista del siglo XVII, decía que “toda la certeza de los profetas estriba en estas tres cosas: en una imaginación viva y precisa; en un signo, y final y principalmente, en un ánimo inclinado a lo justo y a lo bueno”.  En otras palabras, claridad en el discernimiento, compromiso en la lucha y espíritu decidido, para que sirvan de faro esperanzador de que, a pesar de la oscuridad y la inclemencia del oleaje, la barca sepa que hay un puerto visible y hay que remar en esa dirección.

@angeloropeza182