La época que transcurre desde mediados del siglo XVIII hasta el ecuador del XX ofrece a nuestra reflexión –escribía A. Camus– dos siglos de rebeldía metafísica e histórica. Sólo un historiador –continuaba– podría pretender exponer, en detalle, las doctrinas y los movimientos que en ellos se suceden. Aunque eso, añadiríamos nosotros, sólo sería útil si sirviera para comprenderlos. Algo siempre difícil pero parcialmente posible, conforme a la lógica y la ética de la cosmovisión «moderna». Al fin y al cabo dicho periodo estuvo marcado por la rebeldía humana, en busca de un orden razonable, que acabaría en la rebelión metafísica, introduciendo en la historia al hombre y también a Dios.
La preocupación de Camus llegaría al límite del absurdo, cuando emergía un hombre que empezaba a perder su ansiada condición de dueño y señor de la naturaleza, de la historia y de sí mismo. La andadura desasosegante de la posmodernidad acabaría transformando al hombre rebelde en el ciudadano correcto. Bastaría para ello con sustituir la información, que el primero requiere para poseer la conciencia de sus derechos individuales y sociales; por la desinformación, que somete al segundo para mantenerle tan sujeto, que ya no sabe ni elegir sus problemas, se los eligen. El relativismo total debilitando cualquier proceso de racionalización y destruyendo la ética, completaría el cambio. Si nada es verdadero o falso; si nada tiene sentido, ni es bueno o malo; si no se cree en nada, todo es posible e intrascendente. Resulta así que sólo la eficacia legitima cualquier acción y, con ella, el poder.
La solidaridad quiebra entonces e importa poco que, si no pueden reconocerse en otros valores comunes, el hombre acabe siendo incomprensible para el hombre. Víctima de la manipulación se niega a ser lo que es. Un lenguaje de palabras vacías, con tintes buenistas que, como advertía M. Scheler, predica el amor a la Humanidad para no amar a los seres humanos en particular, favorece el sometimiento. La mentira adueñada de todos los espacios, y la perversión ideológica, que conduce a la negación de los otros, salvo para convertirlos en responsables únicos de los fracasos colectivos, contribuyen a expulsar a Dios y al hombre de la Historia.
En el caso de España la situación se agrava por diversos factores, empezando por un anticlericalismo visceral que, a partir del Ochocientos hasta hoy, late de forma recurrente en nuestra sociedad. A ello se une la complicada relación que los españoles hemos mantenido con muchos pasajes de nuestra historia. Kant señalaba ya la peculiar influencia del pasado sobre nosotros. Venía a ser un peso muerto, a la manera que Ortega lo consideraría también. La memoria democrática busca aprovechar un capítulo de esta herencia para acabar con la Historia.
Apoyada desde un principio en la animosidad auspiciada por el rencor, no busca superar el pasado cainita, sino perpetuarlo. El resentimiento se mantiene y acrecienta por la autointoxicación, debida a la impotencia prolongada. Pero, aunque parezca impropio, el resentimiento es siempre resentimiento contra ti mismo. Sus primeras víctimas son sus impulsores, y los efectos inmediatos ahogan la posibilidad de salir de ese círculo infernal. No se asume el pasado. España es el único país del mundo en el cual, los muertos tienden a matar a los vivos. El pasado ahoga el presente. Tal es el terrible tributo que impone la memoria así construida.
Hay un tercer campo donde se intenta también sustituir la Historia por un relato falaz. Se trata del empeño del nacionalismo separatista y del terrorismo, para presentar una especie de reversión histórica, justificativa de sus actuaciones. La esquizofrenia en estos casos, con el apoyo de complicidades indecentes, alcanza cotas de inmoralidad sólo posibles en el marco de degradación, lógica y ética, que hemos descrito. Pero, más allá de sus objetivos inmediatos, no se podrá construir ningún proyecto común sobre tales aberraciones.
Retomando la propuesta formulada por Camus, el historiador se habría encontrado entonces con el hombre capaz de reivindicar la superación de sus propios límites. Un ser histórico que proyectaba el pasado vivo sobre el presente; abierto al futuro, capaz de rebelarse contra lo incomprensible de su condición. Hoy sería más difícil aún la comprensión del presente y del pasado, inscrito en este caso, en la segunda mitad del Novecientos y en el primer cuarto del siglo XXI. Muchas han sido, al igual que en el marco cronológico acotado por Camus, las doctrinas y movimientos que se han sucedido desde aquellas fechas. Por eso ahora, sería también la hora de los historiadores. Incapaces de «explicar» los avatares que han conducido hasta el hombre «conformista», más dado a la aceptación irracional que a buscar respuestas racionales a las cuestiones que le afectan. Pero sí a que se comprenda quiénes acaban beneficiándose de ello.
Artículo publicado en el diario La Razón de España
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