OPINIÓN

La hominidad

por Emiro Rotundo Paúl Emiro Rotundo Paúl

No la busquéis, la palabra hominidad no está en el diccionario. Sin embargo, no es incorrecta. Tiene su raíz en la palabra latina homo, hombre, y la empleo para designar con ella la trascendencia y la significación de la condición humana, del hecho mismo de ser hombre, porque el vocablo de la Real Academia Española (RAE), humanidad, se utiliza generalmente para referirse al género humano en su conjunto y no es ese el sentido en que está planeado este escrito.

¿Qué es entonces la hominidad, qué significa ser hombre? Lo significa todo, absolutamente todo. Si no existiera el hombre, ¿quién pensaría la naturaleza?, ¿quién intentaría comprender el universo?, ¿quién se preocuparía por el conocimiento, los valores, las virtudes, el arte y todo lo demás? y ¿quién, en definitiva, intuiría la existencia de Dios? ¿Existirían realmente todas esas cosas a que se refieren las interrogaciones anteriores si nadie las pensara?

Del hombre, por ser la forma viviente conocida más evolucionada de la Tierra y por creerse hecho a imagen y semejanza de Dios, cabría esperar la mayor perfección o tan solo una cercana aproximación a ella. Pero sabemos de sobra que no es así. La historia nos enseña que han existido hombres perfectos o cuasi perfectos, como Jesús de Nazaret y otros, pero también nos señala que constituyen casos excepcionalísimos. En la evolución de la humanidad ha prevalecido la imperfección. Por algo se dice que el mundo es un “valle de lágrimas”.

El hombre, sin duda, ha evolucionado. Hay grandes diferencias entre el hombre de la antigüedad y de la Edad Media y el hombre moderno y contemporáneo. Pero, ¿en qué dirección ha marchado esa evolución? Claramente lo ha hecho mucho más en el sentido material que en el espiritual. El avance científico y tecnológico de nuestro tiempo es impresionante, pero con él se han hecho más cruentas las guerras y se han multiplicado los éxodos masivos, las hambrunas, los odios raciales, religiosos y sociales, la drogadicción, el terrorismo, la injusticia, la corrupción y la inseguridad. ¡No cuatro, sino todo un ejército de jinetes apocalípticos pareciera cabalgar sin freno por nuestro mundo! La ciencia y la tecnología han hecho al hombre más poderoso, pero no lo han hecho mejor, más feliz, ni más sabio.

No es que el hombre de hoy sea peor que el de ayer, es que no ha desarrollado su mente y su espíritu al mismo nivel que lo ha hecho con su vida material. Como hoy dispone de mayores y más poderosos recursos, sin haber crecido moral y espiritualmente, su capacidad para hacer daño es mucho mayor. El hombre no ha cultivado la sabiduría. Los grandes científicos, los técnicos superiores y los profesionales de reconocida solvencia, no por ello son sabios. Sabio es aquel que incluso sin haber estudiado es capaz de captar los mejores y más elevados aspectos de la existencia; aquél que es capaz de distinguir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, lo propio de lo impropio, lo que enaltece de lo que envilece; aquel que sin segundos propósitos es solidario con las causas nobles; en suma, aquel que acrecienta y enaltece en su propia vida el don divino de la existencia.

Admirar el vasto escenario de la naturaleza; apreciar la majestuosa belleza del mar, las montañas y los valles; amar las cosas sencillas de la vida; sentir amor por el prójimo y por todos los seres; disfrutar plenamente de la vida y del día; preferir la dorada medianía al relumbrón efímero de la figuración; he allí la verdadera sabiduría. La gran falla de la educación en todos los tiempos, pero más grave hoy que ayer, ha sido enfatizar los aspectos materiales y accesorios de la vida relegando el desarrollo humanístico, filosófico y artístico del hombre.

No es exagerado pensar que un tipo de desarrollo tan descompasado entre lo material y lo espiritual constituye una gran amenaza, no para la naturaleza universal que seguirá buscando y ensayando su proyecto final, sea cual sea, en diferentes partes del universo, sino para nosotros los seres humanos de la Tierra que podemos desaparecer algún día víctimas de nuestra torpeza, soberbia e inmensa capacidad destructiva.

Si fuéramos los únicos seres pensantes del universo, un suceso de tal naturaleza sería, además de catastrófico, universalmente irreparable y definitivo. Pero si no lo somos, como me inclino a pensar que así es, en algún otro lugar del universo y en algún momento del tiempo, seres pensantes iguales o diferentes a nosotros, más sensibles y más sabios, alcanzarán los fines que no pudimos o no quisimos lograr en la Tierra y el hombre, esa criatura asombrosa y contradictoria, que tantas posibilidades tuvo, desaparecerá, y su historia, que jamás será contada, se perderá para siempre en la infinita eternidad.