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La hiperinflación es un impuesto para financiar el déficit del gobierno

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A comienzos de 2019, el FMI pronosticó para Venezuela 10.000.000% de inflación. Esta espeluznante cifra fue ajustada a 1.000.000% en abril y luego a 200.000% en septiembre. Finalmente, el BCV acaba de informar que en 2019 la inflación cerró en 9.585,50%. Este dato oficial es mayor al 7.374,4% que publicó la Asamblea Nacional, el cual se creía sobreestimado debido a que en 2018 el BCV reportó una inflación de 130.060,2%, mientras que la AN la calculó en 1.698.844,2%.

Cualquiera que sea la cifra, Venezuela nuevamente tiene el siniestro privilegio de liderar el ranking de los países con mayor inflación. Zimbabue está de segundo con 161,8%, mientras que Argentina figura en el tercer lugar del podio con 53,8%.

No se puede seguir confundiendo la hiperinflación con la especulación y atacándola como si se tratara de un delito. La hiperinflación tiene una causa estructural en la prolongada recesión que ha reducido la economía a apenas 1/3 del tamaño que tenía en 2012. Esta debacle justamente es la que explica la persistente escasez y, como ya sabemos, el producto más caro es el que no se consigue.

Pero la hiperinflación también tiene un grave factor propagador en las desmesuradas emisiones de dinero que realiza el BCV para financiar el déficit de unas empresas públicas quebradas por la corrupción y por unas tarifas largamente congeladas que no les permiten facturar ni siquiera para pagar la nómina. Y si a una economía postrada y castigada por altos índices de escasez se le inyecta una excesiva liquidez, está claro que mucha plata detrás de productos escasos dispara los precios a un nivel cada vez mayor.

De allí que las desmesuradas emisiones de dinero para financiar el déficit de las empresas públicas -en lugar de sincerar las tarifas o aumentar los impuestos-, en la práctica operan como un impuesto inflacionario. La hiperinflación destruye el bolívar como signo monetario nacional que tiende a ser sustituido cada vez más por el dólar a la hora de fijar los precios y realizar las operaciones de compra-venta. De más está decir que en Venezuela nadie ahorra en bolívares. La moneda nacional dejó de cumplir sus funciones de unidad de cuenta, medio de pago y reserva de valor.

Para superar esta problemática es necesario un cambio radical en la política económica. Abatir la hiperinflación requiere una eficaz política de reactivación del aparato productivo, exige a su vez corregir el déficit de las empresas públicas y de todo el gobierno y, sobre todo, erradicar su financiamiento con emisión de dinero sin respaldo, toda vez que esta práctica se traduce en un impuesto inflacionario que azota a las familias, empresas e instituciones que no logran sincronizar sus ingresos con la velocidad hiperinflacionaria.

Cualquier gobierno que sustituya al régimen de Nicolás Maduro recibirá un país en ruinas. Desde el inicio tendrá que aplicar drásticas medidas para corregir los graves desequilibrios macroeconómicos que causan la escasez e hiperinflación. Para aliviar el déficit fiscal y erradicar su financiamiento con emisiones de dinero inflacionario, el nuevo gobierno tendría que sincerar las tarifas de los servicios públicos de electricidad, agua, gas y telecomunicaciones, lo cual no sería bien recibido en un país castigado por una prolongada escasez y voraz hiperinflación. Por si fuera poco, también tendría que sincerar el precio de la gasolina.

A las medidas de ajuste económico suele atribuirse un impacto social y un costo político. Macri heredó del kirchnerismo unas tarifas de los servicios públicos tan bajas que su recaudación no permitía cubrir los costos de mantenimiento. Para corregir el déficit fiscal y aliviar las presiones inflacionarias, tomó la decisión de sincerar las tarifas de los servicios públicos, pero la clase media urbana, las pymes y los trabajadores sintieron que sobre sus espaldas recaía el mayor peso del ajuste. El creciente descontento social se expresó en un costo político-electoral que abortó las reformas económicas y llevó al reemplazo del gobierno que impulsó las mismas.

En Ecuador, la reducción del subsidio a la gasolina -con su impacto en las tarifas de transporte público-, se anunció luego de aprobar una ley que ofreció generosas exoneraciones de impuestos a las grandes inversiones de capital. En Chile, el aumento en las tarifas del Metro fue la gota que rebosó el vaso y dejó al descubierto el enorme descontento social acumulado a lo largo de varios años.

La viabilidad de una transición política en Venezuela, sin marchas y contramarchas, tiene que mirarse en el espejo de estos países. Los problemas económicos heredados después de largos períodos de gobiernos populistas no pueden corregirse cargando el costo del ajuste sobre la población más vulnerable. El creciente descontento que se genera terminará restaurando al viejo orden que ya se creía definitivamente superado.

Hasta ahora, la atención nacional ha estado muy enfocada en el debate político y no se está prestando suficiente atención a la viabilidad económica y social de la transición política. La lección está clara: quienes en Venezuela predican que sin cambios políticos no habrá cambios económicos, y aspiran gobernar al país para darle un viraje al modelo rentista y populista plagado de subsidios y gratuidades indebidas que se pagan con el impuesto inflacionario, tendrán que prestar más interés y atención a la distribución de los costos que generan los ajustes macroeconómicos. Si no se prevén las debidas compensaciones, y si las medidas no se comunican y explican bien, el rechazo de los sectores afectados puede dar al traste con el programa de reformas económicas.

@victoralvarezr

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