OPINIÓN

La herencia del 4F

por César Pérez Vivas César Pérez Vivas

El sábado se cumplieron 31 años del sangriento intento de golpe de Estado contra la democracia venezolana ejecutado por un grupo de oficiales de nuestra Fuerza Armada, comandados por el entonces teniente coronel Hugo Chávez Frías.

Las consecuencias de aquella insubordinación armada, contra la constitución y el gobierno democrático de entonces, están aún en desarrollo. Tres décadas después en Venezuela no logramos superar aquella brutal agresión. La rebelión fracasó militarmente pero permitió a sus protagonistas, utilizando las reglas y espacios de la democracia que buscaron derrumbar, ascender al poder. Es en su ejercicio donde el daño causado ha sido de unas proporciones por nadie calculadas en toda su dimensión.

Quien a primera vista resultaba víctima de aquella operación militar, Carlos Andrés Pérez, advirtió, en 1997, lo que sucedería en Venezuela. Expresó: Habrá “una dictadura, nosotros sabemos lo que es una dictadura, aquí no habrá ley, no habrá derecho de expresión, las cárceles se abrirán para quienes no estén de acuerdo con ese gobierno, no se le permitirá a nadie disentir, y todos los problemas que hoy vemos y que queremos acabar, los problemas de corrupción y del Poder Judicial serán más graves aún…” (Programa Primer Plano con Marcel Granier).  Se quedó corto el expresidente. No llegó a imaginar la magnitud del daño producido por la barbarie roja, tampoco tuvo vida para poderla apreciar integralmente.

Lo cierto es que al cumplirse este nuevo aniversario del fatídico golpe, los efectos que tenemos a la vista son simplemente catastróficos.

No solo se cargaron la democracia, sus instituciones, sus principios y garantías, sino que destruyeron nuestra economía y nuestra infraestructura de servicios, rompieron la unidad de la familia generando la más brutal estampida humana de nuestra historia y del continente con la huida de más de 6 millones de compatriotas de nuestro territorio; la muerte de más de 2 millones por la violencia, las enfermedades, el hambre y falta de asistencia médica. A esa fecha trágica debemos, además, el cierre de nuestras escuelas y universidades, así como la pérdida de la calidad de vida de toda la nación.

La catástrofe humanitaria a la que asistimos en esta hora es hija directa y legítima de aquel 4F.

Al golpe de Chávez y sus comandantes debemos la presencia de Nicolás Maduro y su camarilla en Miraflores. El golpe de febrero despertó de nuevo el gen autoritario de nuestra sociedad. El militarismo se hizo presente de nuevo con renovados bríos. Detrás del discurso demagógico de “la unión cívico-militar-policial” han escondido la colonización militar de la sociedad. Los señores de uniforme se sienten dueños de nuestras vidas y de nuestros bienes. Vivimos en un permanente estado de sitio. Rodeado de puntos de control por todos lados. En este sistema todos los ciudadanos somos sospechosos de la comisión de delitos. Los derechos civiles y ciudadanos están de facto restringidos.

Si usted, amigo lector, duda de estas afirmaciones, tome un transporte hacia cualquiera de los cuatro puntos cardinales de la República. En el camino será interceptado por esos puntos de control. De inmediato tendrán la investigación a boca de jarro. ¿De dónde viene? ¿Adónde va? ¿A qué se dedica usted? Párate a la derecha. Bájate del vehículo. Abra las maletas, etc.

Si en nuestra Constitución está consagrado en el artículo 50 el derecho al libre tránsito, y en el artículo 49 el derecho al debido proceso, que comienza por la presunción de inocencia, qué sentido tiene preguntar al ciudadano adónde va. Yo, ciudadano, voy donde yo quiera ir, es mi derecho y no tengo por qué estarlo comunicando a cuanto militar o policía se antoje interrogarme. Ese es un síntoma categórico del abuso de poder, de sentirse dueño de nuestras vidas porque portan un uniforme y las armas de la República, en síntesis, la soberbia del poder.

Los militares están presentes en todos los ministerios, empresas del Estado y en cuanto negocio privado se les antoja. Paradójicamente, ahora, donde menos militantes hay es en los cuarteles. Eso explica el dominio y la presencia de grupos armados al margen de la ley en diversas regiones de nuestro territorio. Es hora, entonces, de cerrar el ciclo del militarismo que el 4F desató. Es hora de volver a la civilidad. Es hora de retornar el pensamiento y la obra del Libertador que esta camarilla, heredera del golpe, enterró.

No en vano el padre libertador expresó:

«Un soldado feliz no adquiere ningún derecho para mandar a su patria. No es el árbitro de las leyes ni del gobierno. Es defensor de su libertad».

Es hora de retornar al control de la soberanía nacional sobre los mandos militares. Ese control lo ejerce el Congreso. A él debemos retornar la facultad, consagrada por Bolívar en el Congreso de Angostura de 1819, de autorizar el ascenso de los altos grados militares. De esta forma los altos oficiales entenderán que deben estar al servicio de la República y no de un partido o persona.

Nuestro compromiso en estos tiempos es devolver a la nación la plenitud de sus derechos, hoy confiscados por la brutal injerencia del militarismo  en la vida de nuestra sociedad.

La Fuerza Armada debe volver a sus raíces, a sus principios institucionales. Debe volver a ser una institución para garantizar la seguridad del territorio y de los ciudadanos. Los hombres y mujeres que abracen la vida militar deben asumir su vocación institucional y entender que no son agentes de una persona, ni voceros de un partido, ni los ciudadanos llamados al gobierno. Son soldados para defender la patria. Si su objetivo es la política, el comercio, la ganadería y/u otras ocupaciones deben dejar el uniforme y dedicarse a la actividad de su preferencia. El control de las armas de la República les da una ventaja en cualquiera de esos campos, usándolas en detrimento de los demás ciudadanos, no investidos de autoridad.

El 4 de febrero es una fecha para recordar el daño causado con el fin de corregirlo. No para lamernos las heridas, pero sí para poner de relieve las consecuencias de una acción irresponsable de aquellos hombres.