Los odios y enconos entre quienes hoy aspiran a dirigir a Venezuela salvo excepciones, sin antes destronar al mal absoluto que la posee y sin restañar lo que más importa, a saber, las heridas y laceraciones irrogadas a la nación que nos ha cobijado hasta ayer son la prueba palmaria de su disolución.
La política doméstica se reduce a simulación en el teatro de la república. Es sólo una franquicia útil para tranzar, como en juego de azar y virtualidad, las cuotas de un poder menguado, sin relación alguna con el común de nuestras gentes. Entre tanto, algunos creen resolver la disyuntiva entronizando memorias en un país que la ha perdido, sobre todo querer hacerlo enterrando y maltratando las de otros, como en un ajuste escatológico de cuentas.
El diario de Sir Robert Ker Porter, que registra nuestro tiempo entre Carabobo y La Cosiata, revela que el clima de ayer se replica en el de ahora: “Poco respaldo se dan entre sí aquellos cuyo deber es el de ayudarse para hacer cumplir las leyes. Los celos, el egoísmo y la rapacidad pecuniaria son los motivos principales de la conducta de casi todos los empleados públicos”, escribe el diplomático británico. Se celebraba en esa Caracas de 1826 otro aniversario de la Independencia de Colombia.
Lo que es más importante. Reseña Porter que todas las autoridades estaban colocadas frente al altar, y luego el prelado principal hizo un sermón político para la ocasión. Narra que en el centro de la gran plaza y en el friso que rodeaba a sus columnas pudo leer lo siguiente: “El 19 de abril trajo independencia, libertad, igualdad, tolerancia, justicia” y otras diez o doce virtudes más que supuestamente son los integrantes de una república pura”, estima el cronista. Refiere luego y líneas más abajo lo que le deja estupefacto: “ni un grito de la gente”. “En mi vida he visto semejante apatía en los espectadores de un festival tan importante y cuyas consecuencias, además, eran tan beneficiosas para ellos y para lo universal”.
No había nación, en efecto. El proceso hacia Carabobo acaba la que se mixturó durante los 300 años anteriores. Un año antes, en 1825, el propio Bolívar, escandalizado y acaso contrito escribía a su tío Esteban Palacios: “Ud. ha vuelto de entre los muertos a ver los estragos del tiempo inexorable, de la guerra cruel, de los hombres feroces… Los campos regados por el sudor de trescientos años han sido agostados por una fatal combinación de los meteoros y los crímenes”.
Hablar de nación y plantearse su reconstrucción como nos lo demandan los obispos venezolanos parece herejía, como ayer la fue. Significa hurgar en los valores que nos dan identidad como pueblo de localidades y de diversidades culturales que fuimos, desde nuestro más lejano amanecer; realidades históricas que se fundieran en la noción de patria, que es saber ser libres como debemos serlo, según la enseñanza de Miguel José Sanz.
Rehacer la nación puede verse, además, como un acto de ingenuidad. Un «quiebre epocal» estremece los cimientos de la civilización que nos integra. Vivimos en una hora y en un siglo signados por las ideas de la deconstrucción cultural y el final de los arraigos; de empeños por la totalización del género humano, en un contexto de virtualidad e instantaneidad que es negador de la cultura, hecha de localidad y culto por el tiempo intergeneracional.
“De resultas se vive de hoy para mañana, se hace para deshacer, se obra para destruir, se piensa para embaucar”, diría otra vez Cecilio Acosta, si resucita, tal como se lo expresara a Rufino J. Cuervo en su carta de 15 de febrero de 1878.
Si fuese ello posible, rescatar nuestros valores y rehacer a la nación, cabe tener presente que no son los que constan y se han repetido sucesivamente en nuestras constituciones, desde la primera, adoptada en 1811. Pues si este fuere el caso, el de nuestra horma constitucional, cabe ajustar que peor nos encontramos.
Bajo la Constitución de 1961 –lo dice su preámbulo– el propósito era “conservar y acrecer el patrimonio moral e histórico de la Nación, forjado por el pueblo en sus luchas por la libertad y la justicia y por el pensamiento y la acción de los grandes servidores de la patria, cuya expresión más alta es Simón Bolívar…”. A todos podíamos rezarle. A don Andrés Bello o a Juan Germán Roscio, o al Precursor Francisco de Mirada o a todos los doctores de la Universidad de Caracas –la de Santa Rosa de Lima y del beato Tomás de Aquino– que hacían pleno en el Congreso que dicta nuestra Independencia; antes de que se los maldijese desde Cartagena de Indias, en 1812.
La vigente Constitución, en una suerte de regreso al limbo de nuestras tensiones agonales originarias o las de la guerra que culmina en Carabobo –hitos ajenos a nuestra pacífica evolución reformista como nación de diversidades mixturadas hasta 1810–, privilegia el ejemplo histórico de nuestro Libertador o el sacrificio de nuestros aborígenes a quienes invoca. Apenas alude a los precursores civiles y forjadores de una patria libre, antes de disponer lo imperativo: el patrimonio moral y los valores de la república –léase bien, de la república, no de la nación– son los que predica “la doctrina de Simón Bolívar, el Libertador”. Así, el Estado es quien se ocupa y recibe el mandato, a través de los procesos educativos, de desarrollarnos como personas, a la luz de esos principios, los bolivarianos, consagrados constitucionalmente. Nuestros proyectos de vida no nos pertenecen más, desde entonces.
A partir de 2019, con la pandemia que acelera y mineraliza nuestra única idea, la de sobrevivir y de que la república nos salve, parece bastarnos encontrar habitáculo sólo en esta, como república de bodegones. Pero insisto, sin nación no hay república posible, ni experiencia democrática. Vaciadas estas de contenido humano, sólo sirven como vitrinas el narcisismo digital.
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