OPINIÓN

La «guerra híbrida» llegó a El Salvador

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

Selfie de Bukele en las Naciones Unidas

La guerra híbrida, categoría que actualiza la izquierda radical utilitaria, próxima al catecismo de Lenin, maridada con la criminalidad trasnacional organizada, se ha mirado al espejo antes de presentarla como obra abyecta de sus adversarios.

Algunos imaginábamos que la mutación del socialismo del siglo XXI, para presentarse en lo sucesivo como progresista pasados 30 años, implicaba en sus militantes el deseo de lavarse los rostros. Creíamos que el peso de los cementerios que dejaran al paso en la región, sobre todo en Venezuela y en la atormentada Cuba de Díaz-Canel, los obligaba a la corrección de rumbos, a una mayor proximidad a México y Argentina, menos a La Habana. Por lo recién visto, no es así. Algo peor avanza, después de las derrotas que sufrieran en Madrid y Quito, que puede volvérseles un Waterloo.

A la violencia armada de los sesenta, que cede a la caída del Muro de Berlín y al agotarse el socialismo real de factura soviética, decidió tal izquierda acceder al poder a través de elecciones. Lograr mayorías electorales para sostenerse en el poder sin límites, y acabar con la democracia representativa «burguesa». Pasados 30 años descubren que existe otra modalidad de lucha: la violencia difusa de calle, estimulada desde los andamiajes digitales, y la práctica, al pie de la letra, de la «guerra híbrida» que, por otra parte, denuncian en las puertas de su propio teatro. Y es que tal modalidad de guerra se reduce al cinismo y a su alimento con la intriga. Ese fue su verdadero origen, feminista. Se le atribuye a Ana de Austria, a inicios del siglo XVII francés.

Doblegar al Occidente judeocristiano y sus catecismos, lo dice H. San Martín, “reside en explotar los puntos débiles, principalmente de carácter civil y psicológico, no militar, y que radican fundamentalmente en los campos cognitivo y moral” (La guerra híbrida rusa sobre Occidente, Nueva York, 2018). Es eso, en efecto, lo ahora buscado con la violencia subterránea, por carecer en apariencia de instigadores.

Con ella avanzaron en Santiago para imponerle a Sebastián Piñera la convocatoria de una Constituyente – como las que Chávez, Correa y Evo antes convocan en paz, sobre las hojuelas de miel de las mayorías. Esta vez van por Colombia. Es la misma estrategia, renovada y aderezada por el Grupo de Puebla, respaldada con los dineros del narcotráfico, diseñada en los laboratorios de Caracas. No bastan las redes y sus clichés. Menos ahora que los «poblanos» descubren en Quito que el poder sí se pierde, tarde o temprano. De allí el menú, violencia sin rostro, atomizada, y dosis elevadas de caradurismo.

La izquierda europea y sus aliados en la ONU, al paso, tienen escrito el guion de circunstancia: después de la destrucción, se denuncia de «represora» a la «derecha neoliberal» que arremete contra las manifestaciones pacíficas y democráticas de pueblos indignados; con derechos, obviamente, para derrumbar iglesias, destruir sistemas de transporte, estatuas de colonizadores, e incendiar, aquí y allá, los sitios de resguardo de los policías del orden. ¡Mostradlos ante el mundo como violadores de derechos humanos! Al cabo, hasta CNN sirve para la réplica de tal hibridez que ofende a Maquiavelo. Hasta en Estados Unidos le sirvieron la mesa.

Más preocupa, a todas estas, el efecto modelador de ese cosmos de disolución nietzscheano, al punto que defensores de la democracia hoy hacen gala de la muerte de Dios. Están dispuestos a abusar de las mayorías, allí donde no las han perdido o las han vuelto a conquistar.

Frente a realidades como las descritas, opto por escapar a la trampa del debate constitucional. Hay quienes miran a nuestras leyes desde la óptica abogadil del interés, o para servir a las dislocaciones imaginativas de quienes llegan al poder sin entender las pruebas de fuego de toda democracia. Por lo pronto dejo de lado, además, la inmoralidad – no hay amoralidad según Ortega y Gasset– de quienes ayer, con doble rasero, cuestionaron la vigencia de las leyes de perdón de los militares genocidas del Cono Sur y en la actualidad se aferran a la justicia transicional, para asegurar la impunidad criminal de sus conmilitones y llevarlos a los parlamentos. Veo con mortificación, insisto, el amancebamiento que las prácticas híbridas de socialismo-progresista hacen en actores que se han dicho y presentado como comprometidos con los sacramentos de la democracia.

Nayib Bukele, a quien conoce el mundo por un acto de narcisismo digital: se hace un selfie como liminar de su discurso ante las Naciones Unidas, ha logrado conformar mediante un voto de mayorías una Asamblea Legislativa en El Salvador, ajustada a su medida. Sin esperar siquiera los tiempos y ritmos que antes se dieran Chávez, Correa y Morales, en pocas horas, envanecido, se engulló a la Justicia Constitucional. Luego le retiró los beneficios de ley a la prensa que no controla, y al término aprobó medidas de efecto retroactivo, para impedir el control y la transparencia de las contrataciones realizadas por su gobierno durante el COVID-19. Esas tenemos.

Me limito, pues, a invocar lo que es permanente. No basta el Buen Vivir sin el Obrar Bien. La Constitución salvadoreña integra al bloque de su constitucionalidad la Convención Americana de Derechos Humanos. Ella prevalece sobre la ley. Y Bukele y sus legisladores olvidaron que, según la jurisprudencia de la Corte Interamericana, sita en San José, la destitución de jueces constitucionales mediante juicios políticos solo puede hacerse con fundamento en causas previas expresamente establecidas por la ley; a través de un procedimiento debido; y mediando el ejercicio del derecho a la defensa por el encausado. El Salvador dejó de lado el camino pausado de la democracia. Avanza por una autopista que solo lleva al infierno de Venezuela.

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