OPINIÓN

La guerra de Ucrania podría durar más de diez años

por Juan Rodríguez Garat Juan Rodríguez Garat

Desde hace muchos meses nos llegan de Ucrania más noticias malas que buenas. Malas para los dos bandos, aunque a algunos no se lo parezca. Todo lo que ocurre en el frente, en la retaguardia y en el escenario internacional apunta a una guerra muy larga. Quizá me quedé corto cuando, hace ahora dos años, escribí que bien podrían ser diez.

Para los españoles, la guerra se ha convertido en una música de fondo. Desagradable, pero tan monótona que parece que ya no ocurre nada que pueda interesarnos. Y, sin embargo, mueren cada día centenares de soldados, rusos y ucranianos.

¿Hasta cuándo? Por desgracia, no se ve ninguna luz al final del túnel. Pasarán los años y, en una guerra librada solo por mentiras –que si Ucrania no existe, que si es nazi, que si es una amenaza existencial para Rusia– seguirá derramándose la sangre de los dos pueblos que Putin llama hermanos. Supongo que se refiere a Caín Abel.

¿Por qué es tan difícil soñar, si no con el fin de la guerra, con un alto el fuego como el de Corea? Porque nadie parece flaquear. No lo hace Moscú, pero tampoco Kiev. Y, a pesar de los erráticos bulos difundidos por el Kremlin –que, con la coherencia a la que nos tiene acostumbrados, un día nos quiere hacer creer que estamos cansados y al siguiente que queremos combatir hasta el último ucraniano– tampoco parecen desfallecer los líderes de las naciones que ayudan a Ucrania a defenderse.

La perspectiva rusa

Los militares llamamos centro de gravedad al elemento del que depende el poder militar de cada contendiente. Es ahí donde podemos hacer más daño al enemigo. Sé que los físicos que lean esto pensarán que es un término equivocado: una zancadilla es mejor que un empujón. Pero todos tenemos derecho a una jerga profesional. Los futbolistas, sin ir más lejos, llaman jugadas de estrategia a los saques de esquina.

El centro de gravedad ruso está en su presidente. Por desgracia, ya no vemos en él claras vulnerabilidades. Putin no está enfermo. Ha suprimido en Rusia todas las libertades y, después de los asesinatos de Prigozhin Navalni, su posición es más sólida que nunca. Eso es, seguramente, lo que él esperaba cuando decidió proseguir la guerra tras el fiasco de Kiev. Y, no nos engañemos, lo está consiguiendo. En los canales de Telegram, donde se mide la temperatura del nacionalismo ruso, ya es aclamado como emperador.

En las democracias occidentales, el centro de gravedad suele estar en el pueblo. Pero, ya sea por miedo, por costumbre o por entusiasmo, los rusos se dejan arrastrar a la aventura de la conquista a pesar de que las bajas en el campo de batalla deben ser pavorosas. ¿Cuántas? El Kremlin dice que recluta mil nuevos soldados cada día y, según las cuentas de casi todos, hoy tiene en Ucrania alrededor de medio millón. Los doscientos mil hombres que comenzaron la invasión y los trecientos mil reservistas movilizados a la fuerza ya sumaban esa cifra.

¿Dónde están los demás? No ha habido licenciamientos –de eso, al menos, se quejan las familias de los soldados en la medida que el régimen les deja– ni se han creado grandes reservas. Una sencilla resta nos dirá cuántos faltan en su lado del frente. Asumiendo una proporción de un muerto por cada cuatro bajas, es probable que sean más de 150.000 los soldados de Putin que han perdido la vida.

¿A cambio de qué? Es mala señal –ya lo escribí cuando se trataba de valorar el contraataque ucraniano– que el Ministerio de Defensa ruso mida sus avances en kilómetros cuadrados. Los poco más de 500 que, según sus propias cifras, han conquistado en los últimos cuatro meses parecen muchos, pero su raíz cuadrada ya no nos impresiona tanto. Es una superficie algo menor que la del parque de Doñana y ha costado, entre muertos y heridos, alrededor de cien mil bajas.

Pero el de las bajas –dirá el lector con toda la razón– es un problema ruso. A nosotros lo que nos interesa es saber si Rusia puede reponerlas. Y, hoy por hoy, la respuesta es que sí. La cantera acabará por reducirse pero, por el momento, puede aguantar el tirón por un tiempo que, aunque nadie pueda precisarlo, no invita al optimismo.

Y lo mismo ocurre con el material. Todavía hay blindados viejos almacenados en los depósitos que, a costa de una pérdida de calidad que no se nota demasiado en un frente como el ucraniano, pueden reemplazar las pérdidas durante varios años más.

La perspectiva ucraniana

El centro de gravedad de Ucrania es la moral de su población. Mientras esta aguante, la victoria rusa es imposible. Incluso si consiguiera derrotar al Ejército de Zelenski en el frente, todavía le quedarían a Putin demasiados Groznis que arrasar. No tiene munición ni efectivos para finalizar la tarea. Piense el lector en la Franja de Gaza, multiplique por 20 sus dimensiones y no tardará en llegar a la misma conclusión.

Y, si todo depende de ella, ¿cómo va la moral de los ucranianos? La situación que están viviendo no tiene nada de fácil. Son muchos menos que los rusos y, aunque cuiden más a sus soldados, es de prever que las bajas que han sufrido en esta guerra sean proporcionalmente bastante más altas. Y todo ¿para qué? Los 500 kilómetros cuadrados que han conquistado los rusos no son un botín excesivo pero, desde la perspectiva de la moral, suenan mucho mejor que haberlos perdido.

Es imposible valorar desde fuera la moral de un pueblo. Las encuestas no nos ayudan mucho. Cuando la pregunta es si uno está dispuesto a dar la vida por su país, la única respuesta que me parece creíble es «no lo sé». ¿Sabían Agustina de Aragón o María Pita que eran una heroínas antes de serlo?

Lo que sí sabemos es que, en la mayoría de los casos históricos, desde Numancia hasta Gaza pasando por Mariúpol, los defensores aguantan lo indecible. ¿Por qué? Porque el cóctel de odio y miedo que les impulsa suele funcionar como la poción mágica de Obélix, cocinada en una marmita en la que casi todos los seres humanos hemos caído cuando éramos pequeños.

Hay, sin embargo, un termómetro de la moral de los pueblos en el que pocos han reparado. Con mucha frecuencia puede leerse en la prensa ucraniana que han muerto en el frente atletas olímpicos, periodistas, actores y hasta políticos de su país. Nunca hay noticias así en la prensa rusa. Las élites de la sociedad ucraniana están combatiendo. Las rusas, no. Mientras eso ocurra, yo no apostaría por que Ucrania vaya a ceder.

La perspectiva occidental

Queda un último centro de gravedad a analizar: el nuestro. ¿Seguirá Kiev recibiendo de Occidente las armas que necesita para defender a sus ciudadanos? Los últimos exabruptos de los payasos del Kremlin, las renovadas amenazas del dictador y la reanudación del bombardeo de las ciudades ucranianas me hacen pensar que Putin cree que sí. Por una vez, estoy de acuerdo con él.

En Europa, las cosas están bastante claras. Hay miedo a Putin, cierto. Pero, en lugar de dar un paso atrás, la mayoría de los líderes se han dado cuenta –la historia es una gran maestra y ya hemos vivido con Hitler la misma situación– de que había que darlo hacia delante.

¿Y en Estados Unidos? Después de meses de tener secuestrada la voluntad de la cámara, el speaker Johnson por fin permitió que se votara la ayuda a Kiev, aprobada con una amplia mayoría bipartidista. Zelenski, que sabe lo que se juega en Washington, se habrá frotado las manos al ver el abucheo que ha recibido la inefable Marjorie Taylor Greene desde ambos lados de la cámara cuando la congresista, rusoplanista donde los haya, propuso el cese del speaker por haber dado el paso.

Y ¿qué dice Trump? El expresidente, que necesita crear mayorías si quiere ser reelegido –baste ver su creciente ambigüedad sobre el aborto– ha cambiado su discurso. Puede que le haya ayudado a hacerlo el ataque de Irán, aliado de Rusia, a su aliado Israel. Además de dar a Johnson el apoyo que necesitaba –el speaker nunca se habría atrevido a desafiarle– las últimas declaraciones del candidato republicano suenan de otra manera. Trump ya no niega la ayuda a Ucrania, sino que la condiciona a la de la Unión Europea.

Bien está que Donald Trump empiece a distanciarse de Putin. Hay un nubarrón menos en el cielo ucraniano. Aunque eso les cueste a sus ciudadanos, que están pagando muy caro el precio de su libertad, unos cuantos años de guerra más… les queda, al menos, la esperanza.

Publicado en el diario El Debate de España