Afirmaba Napoleón que toda guerra debe ser metódica, porque ha de tener un objeto y hacerse con fuerzas proporcionales a los obstáculos que se hayan podido prever. Lo cierto es que, en la realidad, casi nunca sucede así. Tampoco ahora en Ucrania. La guerra, por encima de cualquier lógica, es la expresión satánica del miedo; y, de su mano, del odio y la violencia del agresor y del agredido, del que mata y del que muere. Su devenir es la representación sublime del caos, un desorden en el empleo de los factores que confluyen en ella.
Los conflictos armados se inician con las palabras que componen el lenguaje generador de la barbarie. Y esos mismos enfrentamientos acaban también gracias a otras palabras, las que buscan el entendimiento y la concordia, o imponen las consecuencias de la victoria y la derrota. ¡Vae victis! Estas últimas podrían evitarse cambiando la secuencia de los discursos, pues las palabras terminan sustituyendo a las demás armas. ¿Acabaríamos así con la guerra? No sabemos. En cualquier caso, se repite que la guerra es la derrota de la humanidad. Algo evidente en cuanto al fracaso de la inteligencia, que el hombre considera la principal característica de su especie.
La guerra, que en estos días azota una parte de Europa, supuestamente controlada en el marco del enfrentamiento entre unidades regulares, no ha tardado en amenazar con convertirse en una contienda incontrolable, con el riesgo de aumentar la destrucción y el número de víctimas; tanto por el incremento del número de combatientes, como por el empleo de armas químicas, bacteriológicas y nucleares. Si la guerra de Ucrania se extiende, todos temen que se desencadene la III guerra mundial. A pesar de ello el relato pasó, desde el primer momento, al dominio habitual de la propaganda, de la desinformación y la manipulación más disparatada que nunca. Jamás se han escrito, leído y oído tantas tonterías como estas semanas. Acierta Ch. Gave cuando advierte que «el tontómetro» ha estallado ante la falta de la más mínima capacidad crítica.
Se refería a la ausencia, casi general, de análisis de las consecuencias económicas de la guerra para la Unión Europea, derivadas de las medidas adoptadas contra Rusia, empezando por la incautación de las reservas de divisas rusas en el Banco Central en Estados Unidos y, algo más novedoso, en el Banco Central europeo. Tales disposiciones económicas provocarán graves dificultades no sólo para Rusia. Por el momento, de forma inmediata, estamos empezando a apreciar su incidencia negativa, para la adquisición de gas, petróleo y carbón rusos. Especialmente en países como Alemania y España, cuya política de rechazo hacia la producción de energía nuclear constituye una especie de suicidio económico. La sustitución del gas ruso por el estadounidense, más caro y contaminante, supondrá, eso sí, un buen negocio para los norteamericanos, completado con la venta de armas a una Europa en vías de rearmarse fuertemente. Tal vez convendría plantearse la pregunta de ¿a quién beneficia esta guerra?
Más preocupante aún, sin embargo, es el discurso de los políticos implicados en la contienda, a propósito de sus aspectos militares. A medida que ha ido aumentando la duración de los enfrentamientos, las manifestaciones, tanto de Putin como de Biden, han sido ejemplo de indeseable bravuconería. El presidente norteamericano califica a su enemigo de dictador, asesino, carnicero, criminal de guerra, matón, … Desde el lado ruso, se etiqueta al inquilino de la Casa Blanca de débil, enfermo e infeliz. En este juego de descalificaciones y amenazas, del que apenas escapa tan solo el presidente Macron, hemos asistido a declaraciones alucinantes. La OTAN, aseguraban portavoces de la coalición, se blinda contra los ataques químicos o nucleares. No nos resulta difícil de imaginar la escasa sensación de tranquilidad que éstas «seguridades» transmiten a los ciudadanos de sus países. Peor aún, entre la irresponsabilidad y el ridículo, nuestra ministra de Defensa afirmó, con toda rotundidad, «que Putin no va a ganar la guerra nuclear».
Sorprendentemente, el máximo mandatario estadounidense anunció que deberíamos prepararnos para una contienda larga; y Zelenski ha expresado su preocupación porque Occidente intente debilitar a Rusia, incluso si eso significará la desaparición de Ucrania. La salida de esta guerra no resultará fácil, aunque otra vez las palabras en Estambul apunten a eso, ya que en ella confluyen dos trayectorias distintas, pero igualmente determinantes; una, la de Putin, viene de Siria, de la mano de la victoria; la otra, la de Biden, procede de Afganistán, en la estela de la derrota. Ni uno ni otro pueden permitirse un fracaso.
La gran cuestión es cómo se ha llegado hasta aquí. Algo resulta innegable. Estados Unidos señaló a Rusia como su enemigo, a pesar de la caída del muro de Berlín, de la desintegración de la URSS y de que el gobierno ruso llegó a plantearse incluso su posible ingreso en la OTAN. ¿Qué objetivos estratégicos se ocultaban tras esa decisión? ¿Impedir que Europa pudiera integrar a Rusia y convertirse así en una alternativa capaz de disputar la hegemonía mundial? Sea como fuere, a día de hoy, ese parece el error decisivo que ha permitido a China llegar a ser una potencia mucho más preocupante que Rusia. Ucrania sería el último error táctico, por el momento, de treinta años de política exterior norteamericana.
Artículo publicado en el diario español La Razón