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La guerra contra Occidente

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No se nos oculta que determinadas expresiones de la izquierda contemporánea – causahabiente del socialismo real y sucesivamente del socialismo del siglo XXI – aspiran a ser hegemónicas en la batalla cultural que despliegan contra Occidente. Eso, como lo apuntara el expresidente Luis Alberto Lacalle, lo saben los artistas, los escritores, los periodistas, que cuando salen valientemente a discrepar de lo que tales expresiones imponen como opinión “legítima” o consagran bajo el dogma de lo políticamente correcto, son eliminados de los medios; se les margina o subestima y se les excluye de lo que es crítica o comentarios en conferencias, de libros o expresiones culturales que pretenden romper con esa hegemonía o tendencia de visos cabalmente totalitarios.

La libertad, que en Occidente y para sus raíces judeocristianas y grecolatinas es arbitrio con conciencia y responsabilidad por las consecuencias del ejercicio de la libertad, se la quiere por aquellas y en apariencia, como un absoluto; para fomentar la guerra de todos contra todos, atizar la desconfianza entre unos y otros, justamente para liquidar de raíz y al término a la democracia, dejando que la libertad se destruya a sí misma.

Se trata, exactamente, de desasir al todo y a todos de raíces, en otras palabras, pulverizar las columnas que le dan sustentación milenaria a nuestra civilización; sobre todo a su denominador común, la cultura de la libertad anclada sobre la razón que la hace trascender. Se habla y se repite, así, la conseja de malas herencias tachadas de resabios y fanatismos, propios de confesionalismos o formas de paternalismo u oscurantismo que deben superarse.

A quienes están comprometidos con las libertades en Occidente y quienes se sienten orgullosos de su patrimonio intelectual, no dudo que estén viviendo un dilema real y de presente, de orden existencial, primordialmente antropológico.

Los daños irrogados por las señaladas tendencias direccionales del siglo en curso, que afectan al orden histórico y político de la región desde hace treinta años, tienen su fuente en prejuicios nutridos de fanatismo, que ven al hombre y a la sociedad como desprovistos de un soporte ontológico, de realidad verdadera.

Para resolver, para poder ofrecer utopías reales o un futuro de seguridades al concierto de nuestras naciones, urge entonces que nos despejemos de mitos. Ellos son la obra de taras sostenidas por quienes pretenden seguir sojuzgándonos y mostrándonos como víctimas irredentas de un colonialismo que no cesa. Les conviene mantener vivo el complejo de nuestra dependencia. Por ello no cesan de tremolar las amenazas de imperios inexistentes o cuando menos en franca declinación.

Hemos de estar alertas ante el supremo peligro que significa para las generaciones más jóvenes y que se labran su porvenir en plena Era digital, el avance hacia sistemas políticos y culturales anclados en la idea de un hombre prometeico traficante de ilusiones, alimentado además por el narcisismo digital que distrae.

En síntesis, por vía de conclusiones, la primera constatación sobre la crisis corriente de la democracia en Occidente y en América Latina – acelerada por la expansión de «neodictaduras» que buscan justificarse en la pandemia del COVID-19 o en la defensa de los derechos de los excluidos o los llamados diferentes – es que ella reclama de una reinvención prescriptiva que equilibre a los extremos, sin que se neutralicen en una quietud centrista. Y ese centro creativo no es otro que el reconocimiento y la garantía de todos los derechos para todas las personas, sin discriminaciones de ningún género.

Cabe evitar, por ende, que la experiencia de la democracia pierda su referente esencial al momento de adecuársela a las realidades distintas que postula el siglo XXI y que cabe aceptar de inevitables. Me refiero a la salvaguarda y el restablecimiento del tejido social, cultural e histórico desde la idea amalgamadora de la nación – esa sólo se concreta desde las ideas de la ciudad y del hogar – que, de suyo, una socialmente sin mengua de la diversidad.

¿Acaso a través de una vuelta al principio ordenador y liberal de la dignidad humana, como el denominador común que, en 1945 y tras el Holocausto, nos ofreciera un orden luego desconocido por la propia ONU, en el que se conjugue en favor de la persona y de su libertad, que no en favor del Estado o su gobierno? La respuesta debe ser afirmativa.

En la práctica, resolver sobre los derechos y acerca de sus garantías dentro de un renovado Estado constitucional de Derecho, implica, en primer término y a la luz de las tendencias globales en curso, contextualizar democráticamente. Es decir, se requiere de afirmar el derecho a la democracia y al cabo resolver – ¿acaso por el juez constitucional o el parlamento, o el gobierno, o todos a la vez y de forma cooperativa y en sus tareas esenciales de guardianes de la Constitución? – sobre la base de la naturaleza de la persona humana.

Entre derechos que se aleguen o se opongan y sus tutelas respectivas, para darle textura de base a la diversidad social, linderos democráticos al pluralismo, y para circunscribir el todo a las exigencias ineludibles de la misma libertad en democracia, cabe sostenerla junto a los principios de igualdad y de fraternidad entre todos. Todos los derechos, para que todas las personas sean libres y asímismo responsables.

En suma, dejar atrás los mitos ideológicos y forjar utopías realizables, animadas por una actitud ética que brote de la libertad, de valores humanos y universales compartidos en modo de que la globalización no se traduzca en vidas de coyuntura, meramente tácticas o de salvataje, e involutivas, es el desafío agonal en esta hora.

La utopía, en propiedad, es saber hacia dónde vamos y con qué seguridades contamos para ello; partiendo de la fuerza estabilizadora que nos dan las raíces, en nuestro caso las occidentales y americanas, que son hijas de una experiencia varias veces centenaria y que apuntan hacia el Crecimiento en Libertad.

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