Se cumplen 20 años del atentado más grande de la historia y todavía sigue provocando terror. No solo entre los estadounidenses que tuvieron que vivir la peor de las tragedias, sino la humanidad entera, que el 11 de septiembre de 2001 se dio cuenta de que nadie está a salvo, que el extremismo religioso puede golpear a su puerta.
En aquella fecha fatal se concretó el plan que Al-Qaeda llevaba preparando desde hace años, infligir el máximo dolor al mundo occidental, específicamente a Estados Unidos como baluarte y representante de todos los valores que ellos consideran impíos. Fue el resultado de mucho odio acumulado.
Estados Unidos y otros países occidentales fueron juzgados por representar lo que los extremistas islámicos más detestan, una sociedad con libertades, aunque con muchos otros defectos. La tragedia de 2001 marcó entonces tan profundamente a los que vivimos en este lado del mundo que el terror jamás ha desaparecido de nuestra mente. Y eso es lo que querían los perpetradores.
Mucho ha pasado desde entonces. El mundo entero cambió y Estados Unidos declaró una guerra cruenta contra el terrorismo que no ha podido ganar del todo, a pesar de que eliminaron a la cabeza visible de Al-Qaeda, Osama bin Laden. Este aniversario en el que se conmemoran las casi 3.000 víctimas del World Trade Center coincide incluso con la vuelta a Afganistán del Talibán y el desalojo de las tropas estadounidenses del país que le dio en su oportunidad acogida a los terroristas.
Todo eso lo que pareciera indicar es que la guerra continúa. Que una vez más la humanidad vivirá a la expectativa de cuándo golpearán los extremistas y en dónde, y de que el mundo libre volverá a encerrarse en su burbuja para evitar que vuelva a suceder algo tan horroroso.
Estos veinte años no han sido suficientes ni para cerrar heridas ni para tener más claro el panorama en contra de lo que se lucha. No ha servido para un acercamiento civilizado ni para soluciones pacíficas. Pareciera que estamos en el mismo sitio. Sin embargo, Estados Unidos deja suelo afgano y es posible que lo piense dos veces para volver. Quizás este gesto pueda servir de algo, a pesar de todas las críticas que ha levantado en el mundo entero.
Lo que queda es llorar a las víctimas. Honrar la memoria de tantas personas que perdieron la vida sin ni siquiera saber lo que ocurría. Lo que queda en confortar a los sobrevivientes, familiares y amigos de tantas almas perdidas en lo absurdo de esta guerra. Lo que queda es esperar que no vuelva a pasar jamás.