Hasta marzo del año que viene durarían las tratativas que el presidente Iván Duque ha propuesto a su país a través de los líderes regionales y las que formalmente ya arrancaron en manos de Diego Molano. Las bautizó de la “Gran Conversación Nacional”.
Hizo falta que el país se desacomodara como consecuencia de la violencia deliberadamente engendrada durante los días del paro nacional para que el presidente asumiera que es la acumulación de insatisfacción lo que está produciendo los reclamos de la sociedad colombiana. Pero no fue con frontalidad ni con pro-actividad que Duque abordó este desorden que el país no se puede permitir. Le pareció que discutiendo con la sociedad seis temas que, sin duda, son vitales para todo país, era la mejor forma de aproximarse a soluciones. Ellos son: Crecimiento con Equidad, Transparencia y lucha contra la Corrupción, Educación, Paz y Legalidad, Medio Ambiente y Fortalecimiento de las Instituciones. O sea una nueva Carta al Niño Jesús, o todo un nuevo plan de gobierno a ser negociado con los descontentos, para partir de cero cuando ya lleva 16 meses instalado en la Casa de Nariño.
Que el ejercicio de conversar sea incluyente es lo menos que se puede esperar, pero que el mismo lleve el sello de la humildad, como lo afirmó Duque, no. Lo que Colombia anhela con desespero es un dirigente que vaya por la calle del medio, que apoye a quienes lo llevaron a la presidencia y deseche la inutilidad del resto. La realidad del momento es que Colombia no está para diálogos, ni intercambio de ideas, sino para tener al frente de la convulsionada dinámica nacional a alguien que sostenga la rienda de manera fuerte y avance. El país está desordenado como consecuencia de acciones planificadas externamente y soportadas por los factores radicales de izquierda que tienen como propósito doblegar al legítimo gobierno, ponerle volumen a sus falencias e impulsar una necesidad popular de un cambio inmediato que el presidente ni el gobierno puede ofrecerle al país.
Ya Duque no es líder que llegó al fin de la carrera electoral de 2018 ungido con la mano protectora del titán Álvaro Uribe y apoyado por el Centro Democrático. Hoy muchos de sus propios copartidarios lo atacan de manera inmisericorde mientras que su contraparte electoral, Gustavo Petro, se divierte calladamente, pero actuando con consistencia a través de las redes sociales para quitarle la alfombra de debajo de los pies. Los izquierdistas colombianos se regodean al observar las faltas de un liderazgo que, en mala hora, se ha tornado blandengue. El juego de Juan Manuel Santos es el más perverso de todos. Desea más que nada el fracaso del gobierno de Duque para poder demostrar que no es el malparido Acuerdo de Paz la causa de la confusión generalizada, sino el gobierno de su sucesor que no ha sabido ejecutarlo ni ponerlo a andar.
Esta determinación a conciliar en momentos de crisis y de urgencias nacionales, en lugar de fajarse a ordenar el juego, abona las tesis de que el país se encamina hacia un peligrosísimo precipicio. Si se mira más de cerca lo que exige la oposición huelguista ayudada por sectores de izquierda radical, salta a la vista que no hay nada que negociar. Dentro del ramillete de exigencias estos piden que el gobierno retire la reforma laboral, la tributaria, la de pensiones y el plan de privatizaciones, a la vez que exigen el cumplimiento de los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC, sin contar con que también piden la disolución del Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía Nacional.
Duque como jefe del Ejecutivo cuenta con facultades claras que le señala la Carta Magna colombiana. En razón de ello sus pasos en este momento deben encaminarse a gobernar, a poner orden y a abocarse a los objetivos que prometió alcanzar a sus electores. De conversar, de conciliar, nada.