Luchar contra la globalización no solo es contraproducente: es inútil. Es contraproducente porque una de las consecuencias imprevistas de la globalización es la benéfica batalla contra la corrupción. La globalización nos lleva a comportarnos mejor. Cuando los países estaban aislados, realmente importaba poco si la nación hache o be eran corruptas. Hoy, que se integran en grandes circuitos, la corrupción del otro nos perjudica mucho más directamente.
Luchar contra la globalización es, además, inútil. Reinan su majestad Internet y las redes sociales. Todo se sabe instantáneamente y hay algún costo electoral para las desvergüenzas. Dentro de la Unión Europea, y dentro de cada sociedad, hay cada vez menos paciencia con naciones como Grecia, Rumania, Italia, Portugal y España, que tienen prácticas corruptas. Por lo pronto, hace años que figura en el Código Penal la figura de “conflicto de intereses”. Hasta hace relativamente poco tiempo las empresas alemanas podían deducir los sobornos de sus costos habituales de hacer negocios. Eso ya no es posible.
La tendencia, pues, impuesta por la globalización, es favorable. Ya no hay glamour en la corrupción. En Cuba, cuando yo era adolescente, no existía sanción moral contra la deshonestidad en la administración de los bienes públicos. Se contaban chistes sobre los políticos ladrones y mucha gente aspiraba a ser “inspector de Hacienda” o de cualquier cosa con el objeto de “forrarse”. Esa actitud, presente en casi toda América Latina, ya no es de recibo. Existe, pero tiene un costo social. Por algo se empieza.
Grosso modo, en el mundo hay 180 naciones que merecen ser llamadas de esa forma. Aproximadamente 150 son medularmente corruptas. Así ha sido siempre. El poder económico alimenta a los mandamases y los mandamases aumentan los recursos del poder económico. Son dos esferas sociales que se complementan y refuerzan mutuamente. Esto sucede en los regímenes dictatoriales y en las imperfectas democracias del planeta.
La corrupción hace mucho daño. Genera una creciente atmósfera de cinismo. Desmiente el principio de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, lo que es fatal para la democracia. Entorpece la competencia. Desalienta el esfuerzo personal: ¿para qué estudiar y hacer las cosas bien si el éxito económico depende de las relaciones? Encarece los precios. Todos son inconvenientes.
Los países más honrados, de acuerdo con Transparencia Internacional, son los escandinavos y los desovados por Gran Bretaña: Nueva Zelanda, Canadá, Australia, Estados Unidos e Irlanda. Los países del norte de Europa también figuran en la lista de los mejores, aunque en un segundo plano: Holanda, Alemania, los estados bálticos.
A la cabeza del más honorable pelotón está el reino de Dinamarca, pero muy cerca de ella radica Singapur, lo que desmiente la hipótesis de que se trata de una cuestión cultural. Dentro de Europa, las naciones de origen “latino” son más tramposas: España, Portugal, Italia, Grecia, Rumania. Incluso Francia.
Pero hay que ir a más. No solo se trata del “rearme moral” o de la eliminación de las visas norteamericanas o europeas. No es suficiente. Es importante poner trabas legales a la corrupción. En Dinamarca, por ejemplo, la comisión que estudia y asigna las subastas está constituida por expertos que no tienen acceso a los que ofrecen sus servicios y viceversa.
Antonio Maura Montaner, un honrado político español de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, hablaba de la necesidad que tenía su país de “luz y taquígrafos”. Hoy habría recomendado Internet. Todo acto público debe ser consignado en una web para que cualquier ciudadano pueda enterarse de lo que se hace con el dinero de los contribuyentes, con su plata, incluidas las subastas.
Es necesario crear barreras entre corruptores y corrompidos. No hay por qué impedir que los lobbies existan, pero deben exhibir sus ventajas comparativas por medio de Internet y no en oscuras reuniones con quienes pueden utilizar sus servicios o productos.
En España se comentaba, jocosamente, de los periodistas “sobrecogedores”. Los corruptores les entregaban un sobre y ellos se los metían en el bolsillo con una sonrisa. Internet, los teléfonos móviles y los circuitos internacionales –todos instrumentos de la globalización– los han barrido del mapa. Magnífico.
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