El miedo es uno de los principales sentimientos que embarga a las personas. La historia de la humanidad no se entiende sin su presencia, tanto en el fuero íntimo de los individuos como en sus relaciones grupales. En el primero se configura como el armazón que sustenta las diferentes religiones o las distintas formas de confrontar la propia existencia; a través de las segundas articula la convivencia humana, desde las formas sociales más simples a las más complejas, desde la tribu hasta el estado.
Históricamente, guerras, revoluciones y pandemias han sido caldo de cultivo del miedo, de manera que en ellas ha medrado convirtiéndose en un actor tan relevante que a veces ha resultado definitivo. En un tono e intensidad disparejas, se hace también presente en la convivencia cotidiana de cada época mediante pautas ligadas a variadas expresiones de la injusticia, como la inseguridad y la desigualdad.
Por todo ello, dentro de los recursos de los que goza la autoridad, en su máxima expresión radica la gestión del miedo. A través de su administración se puede legitimar desde el total abuso del poder hasta el logro de un clima social basado en la serena cooperación entre la gente. Tanto el totalitarismo como la democracia gobiernan teniéndolo en cuenta y, aunque obviamente sus supuestos sean diametralmente diferentes, el devenir de ambos, en gran medida, se encuentra muy ligado a él.
Con relación a este asunto, la pandemia de COVID-19 está resultando un excelente banco de pruebas para evidenciar el estado de las cosas en América Latina. Quince meses después de su irrupción en una región donde el miedo circula entreverado por los efectos de la exclusión, principal y prevaleciente forma de desigualdad, y ciertas formas de violencia ¿cómo pueden afectar las medidas de prevención dictadas por las autoridades en un escenario en el que salir de casa a la calle, cada día, es vital para la supervivencia?
Las escenas con filas de enfermos en los pasillos y entradas de los hospitales o con cadáveres en las calles, como fue el caso de Guayaquil, provocaron un pánico que se trasladó al uso masivo de cubrebocas y al imperio de la sanción a quien no los portara. Después, la implementación de diferentes formas de excepcionalidad, como los estados de sitio o de alarma, recordaron la máxima de Carl Schmitt sobre la definición del soberano. Las poblaciones ventearon las diferentes medidas según el país, pero también conforme a su situación personal de acuerdo con sesgos económicos, sociales o culturales. Desde quienes aceptan todo lo establecido por el poder hasta quienes “hacen de su capa un sayo”, la casuística es multicolor.
A la par, el miedo ha nutrido una amplia gama de discursos oficiales: algunos obsesivamente presentes, como es el caso, insólito en términos históricos, del colombiano Iván Duque dirigiéndose diariamente durante una hora a su país; otros, acompañados de decisiones políticas más o menos acertadas, van desde el negacionismo de Jair Bolsonaro en Brasil o del mexicano Andrés Manuel López Obrador en el inicio, hasta el más obsesivo de los protocolos de prevención que ha caracterizado al liberalismo responsable del uruguayo Luis Alberto Lacalle Pou o la actuación en Costa Rica de Carlos Alvarado, pasando por la más pura y simple inhibición de quienes miran para otro lado, como Alejandro Giammattei en Guatemala, Daniel Ortega en Nicaragua o Abdo Benítez en Paraguay.
Todo esto se ha dado en un marco de datos poco fiables e inconsistentes en gran medida, en ocasiones fruto de una debilidad de las instituciones encargadas de su captura (Honduras o El Salvador pueden ser dos casos paradigmáticos) y, en otras, de una vesania oficialista (Venezuela y Nicaragua son los dos países más sobresalientes) que contrastan con la eficiencia chilena, quizá por el protagonismo que desde el principio de la pandemia ha tenido su Colegio de Médicos. En todo caso, la citada ausencia de un patrón de comportamiento único, que no es solo patrimonio latinoamericano, ha permitido el surgimiento de varios trabajos e informes sobre el estado de la cuestión, por lo que el grado de conocimiento que se tiene ahora de la situación es notable.
Ahora bien, entre los dos escenarios opuestos que podrían resultar, esto es, el de un gobierno azuzando el miedo pandémico como mecanismo de control y legitimación frente a otro negacionista o de negligente actuación, la región transita por el filo de ambos. Políticamente hablando, el asunto apenas si ha sobrevolado en los comicios celebrados en el último mes en tres países andinos (Bolivia, Ecuador y Perú) y tampoco enmarca las campañas electorales chilena y mexicana, ni la segunda vuelta peruana. Es cierto que ninguno de los responsables máximos de la conducción política se ha visto o se va a ver sometido a su validación, por cuanto que o no son objeto de reelección o no concurren directamente a los comicios, pero la cuestión no aparece de forma preeminente.
Faltos de encuestas de opinión pública generales para todos los países que puedan señalar pautas de comportamiento comparados, los efectos del miedo quedan así diluidos o, mejor, configuran apenas una hipótesis. Suponen un insumo que, aparentemente, se ciñe al estricto nivel individual en cuanto alteración, o no, de las expectativas vitales de cada persona.
Además, si se tiene en cuenta que toda pandemia, como señala el padre de la anatomía patológica, Rudolf Virchow, es “un fenómeno social que conlleva algunos aspectos médicos”, cabría preguntarse por su impacto en sociedades líquidas profundamente desiguales y empobrecidas, donde la transición digital genera, a su vez, todo tipo de dilemas y más brechas.
Por todo ello, el riesgo es que su gestión termine siendo profundamente disruptiva en niveles muy fragmentados que pueden tener un enorme impacto en democracias fatigadas cuyo futuro es más incierto que hace apenas un lustro. El salto de una política del miedo a una política del cuidado, como señalan Franco Berardi y Byung Chul Han, es un imperativo ante el que, a día de hoy, pocos reaccionan.
Manuel Alcántara es profesor de ciencia política de la Universidad de Salamanca y de la UPB (Medellín). Últimos libros publicados (2020): El oficio de político (2ª ed., Tecnos, Madrid) y coeditado con Porfirio Cardona-Restrepo Dilemas de la representación democrática (Tirant lo Blanch, Colombia).
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