A fines de la década de los años setenta del siglo pasado, después de concluida la guerra de Vietnam, como consecuencia de una crisis humanitaria, cerca de 1 millón de vietnamitas abandonaron su país en pequeños botes siempre saturados de pasajeros, para huir de la miseria y la persecución política imperante en su propia tierra. El destino de esos botes era naufragar, en medio de las tormentas, o ser víctimas de los piratas; los que tenían la fortuna de sobrevivir a esa travesía, no siempre eran admitidos en los puertos de destino, y eran condenados a seguir navegando. La historia de los balseros cubanos es otro episodio en ese afán de poder comer y vivir en libertad. Tampoco han tenido mejor suerte las pateras que se desplazan a la deriva en el mar Mediterráneo, y que, con frecuencia, naufragan cargadas de migrantes del África subsahariana, que apostaron sus vidas para poder entrar a la misma Europa que antes los había colonizado y privado de sus riquezas naturales. Pero ahora son los venezolanos los que, si no se van caminando, huyen de la miseria en frágiles embarcaciones sobrecargadas de seres humanos hambrientos, y también sedientos de libertad. La naturaleza no se ha apiadado de ellos, y tampoco han encontrado un país de acogida que los rescate de la violencia y la desidia.
Trinidad y Tobago, esas islas que -hasta la llegada de Sir Walter Raleigh- formaron parte de las posesiones de la corona española, y que en un día claro se pueden divisar desde las costas de Venezuela, ha demostrado la insensibilidad de sus líderes, expulsando de su territorio incluso a niños que han llegado a sus tierras, y negando su asistencia a quienes vagan a la deriva en un mar embravecido. Al igual que cualquier otro país, legalmente, Trinidad y Tobago no está obligada a brindar refugio a quienes huyen de la miseria, o a ofrecer trabajo y un poco de comida, a quienes no son sus nacionales; el Derecho Internacional actual no obliga a ningún Estado a mostrarse solidario con quienes no son sus ciudadanos. Pero ese mismo Derecho Internacional y elementales consideraciones de humanidad exigían que Trinidad y Tobago hubiera actuado de manera diferente con quienes llegaban a sus costas en una embarcación desvencijada, sin víveres y sin combustible para seguir navegando. La conducta y el verbo de quienes conducen a esa joven nación es una vergüenza que hay que condenar de la manera más categórica; pero, dicho eso, hay que examinar las raíces de la tragedia más reciente, que costó la vida de decenas de venezolanos.
Lo que hay que preguntarse es cuál es la razón para que los ciudadanos de un país, que hasta ayer era próspero, deban huir de la miseria causada por el saqueo y la corrupción de sus gobernantes. Venezuela recibió emigrantes alemanes, italianos, portugueses, centroeuropeos, y una cuota importante del exilio español, todos los cuales contribuyeron con sus artes y sus conocimientos, o con su espíritu emprendedor, a hacer de Venezuela una nación cosmopolita y diversa, capaz de abrirse camino en un mundo complejo. Siendo ésta una tierra de libertad, aquí vinieron las víctimas de las dictaduras militares del cono sur de América Latina, en busca de esa convivencia civilizada que sus países de origen ya no podían ofrecerles. Esta tierra fue el refugio de personas provenientes de Colombia, Perú, Ecuador, y también Trinidad y Tobago, que veían en Venezuela un espacio para el progreso social. Por eso, sorprende que, siendo éste un país acostumbrado a recibir a emigrantes procedentes de diferentes naciones, con distintas ideas y sensibilidades, ahora sea su propia gente la que se vea forzada a huir de la pobreza y de la persecución política.
La raíz del problema no está en los peñeros destartalados en que huyen los venezolanos buscando cómo sobrevivir a la tragedia que vive Venezuela. No hay que cambiar el bote, sino a los responsables de esta crisis humanitaria que nadie pudo imaginar hace veinte años. Éste es un proyecto político que se hunde porque el capitán y la tripulación están borrachos, y porque son incapaces de distinguir un timón de un garrote para torturar.