OPINIÓN

La generación utópica y el momento constituyente

por Emilio Urbina Mendoza Emilio Urbina Mendoza

Karl Manheim, al estudiar el obrar de las sociedades humanas, nos advierte de un peligroso ciclo capaz de engullir al más exigente de los imaginarios. En la medida que esas sociedades se acomodan en la procrastinación o el trabajo creador, un péndulo discurre entre una y otra fase sin cesar. El teórico alemán es enfático en identificar que a “(…) una etapa utópica le sucede otra ideológica (…)” (Manheim, Karl. Ideología y utopía: introducción a la sociología del conocimiento, Madrid, Ediciones Aguilar, 1973, pp. 195-199). En la utópica, los hombres intentan poner en práctica sus sueños para construir un hábitat superior al heredado. Se esfuerzan y están atentos ante los riesgos -ahora globales- que acechan a sus principales instituciones, ideas y estructuras. Al contrario, en los períodos ideológicos se pone en marcha un ardor colectivo para congelar la historia y sofocar los sueños, empleando cualquier mecanismo con tal de evitar una nueva utopía o renovación de las existentes.

Esta ha sido la mecánica, por lo menos desde la racionalización del poder en el concepto de Estado, que marca el compás de las sociedades. Quien no lo entienda así, entonces, está condenado a la afiliación “por la pasiva”, de la horrorosa membresía de pertenecer a una generación ideológica. Cualquier otro sueño, para lo ideológico, suena “conspirativo”, asesino de la estabilidad, procreador de miserias y elucubrador de filfas inexplicables. Y debo hacer la advertencia que al calificar como etapa ideológica no hacemos referencia a los espectros de izquierda, al materialismo dialéctico o cualquiera de las versiones socialistas. También entra en esta dinámica sus antípodas liberales, libertarias, conservadoras reaccionarias cuando se enfrascan en realzar virtudes y no se concentran en su quehacer utópico. Tanto para tirios y troyanos, este rellano temporal calza perfectamente para quien se esfuerce en congelar una etapa histórica sin mayores justificaciones que la apelación al miedo sobre un tipo de futuro o sencillamente en la satanización polarizante. Recordemos que el futuro no está escrito en piedra, sino que las acciones u omisiones individuales y colectivas terminan por construirlo en la medida del esfuerzo o la estolidez. Pensar otra cosa es perderse y engañarse.

Visto que estamos a pocos días de las elecciones presidenciales, es necesario plantearnos una visión retrospectiva sobre el trajinar de este siglo XXI venezolano. Para ello, es imprescindible analizarlo “in albis”, es decir, sin la moralización sobre lo que pudo haber ocurrido o lo que hubiésemos querido que pasara, tanto para quien abrace el ideal bolivariano o quien lo repudie. Nuestro gran error ha sido observar el caleidoscopio como lo que me “gustaría que sucediera”, sin estudiar las bases reales de por qué la realidad es como es. Para ello se requiere de mucha estatura moral, y sobreponerse, ante cualquier atisbo del pensamiento profundo, ya que, a pesar de las advertencias de Levi-Strauss, es imposible que un ser humano se desprenda absolutamente de lo que en alemán no tiene una traducción literal al castellano, pero lo explica todo: Weltanschauung. La cosmovisión propia es nuestra pupila por la que leemos las imágenes que recibimos del mundo, y a su vez, la que nos permite identificar una idea para no confundirla con otra.

Precisamente el tema electoral se ha tornado un campo caleidoscópico. Y es plausible que ello ocurra. En este universo gravita en demasía la cuestión ideológica. Sin embargo, también, si se eleva la altura de miras para todas las opciones sobre el tablero comicial, pudiera considerarse un momento para el cambio generacional entre los que defienden la utopía y los que imponen la ideología, tomando como referencia las explicaciones de Manheim. Así ocurrió en 1958 y 1998, ambos, tiempos cruciales por el cual Venezuela no sólo elegiría a un jefe del Estado, sino también, el cambio de testigo para nuevas realidades sobre las cuales, huelga hacer explicaciones pormenorizadas. Ya innumerables publicaciones se han encargado de dar cuenta sobre lo sucedido y lo “no sucedido”, esto último, quizá donde pocos encuentran claves cruciales para saber leer los desafíos de cada particularidad histórica, como de suyo, es innegable que esté por ocurrir en este 2024.

Uno de los trabajos, recientísimo, ha sido el libro del profesor Allan R. Brewer-Carías (Ruina de la democracia, elección presidencial y momento constituyente en 2024. Caracas, Editorial Jurídica Venezolana, Colección de Crónicas Constitucionales para la Memoria Histórica, n° 9, 2024) (puede consultarse en versión digital en la página www.allanbrewercarias.com). El trabajo es quizá uno de los libros mejor escritos, para la reflexión, con sólida documentación y argumentos irrebatibles sobre la realidad como es, y no como muchos quisieran que ocurriera. El autor de la “ciudad ordenada”, amén de ratificar la sabiduría adquirida en 7 décadas de estudio consagrado, disciplinado y persistente en llegar siempre a la verdad; nos expone sobre la oportunidad no tanto para un cambio del poder u otras superficialidades relativas a un cargo público o el control administrativo del Estado. Va mucho más allá, determinando el papel estelar que pueden jugar las generaciones si se desprenden de los bloqueos que la generación ideológica de 1998 nos impuso a los venezolanos. No es jugar en puertas giratorias lo que esgrime Brewer. Nos advierte que no debemos perdernos en la tentación de correr en esas puertas. Para las nuevas generaciones, quizá las más emblemáticas de éstas la recordamos en nuestros años infantiles, cuando recorríamos el recién estrenado Aeropuerto Internacional de Maiquetía, por cierto, puertas eliminadas en las reformas funcionales del aeródromo entre 2005-2007.

Lo que plantea el profesor Brewer-Carías en esta profunda obra no es la instalación de una constituyente ipso facto, para borrar la estela de la anterior constituyente de 1999. Lo que nos expone el maestro es la obligatoria “lectura de los signos de los tiempos”, como enseña la Doctrina Social de la Iglesia, bajo la cual hemos cultivado desde la juventud. No es fundar un nuevo Estado “idealizado”, sino aprender de la historia constitucional reciente, donde, por estar en la búsqueda de una perfección constitucional idealizada inexistente, terminamos encerrados en el peor laberinto de oscuridades pragmáticas. No es elevar al altar del fetichismo los cambios por los cambios, sino tener muy en cuenta los grandes errores cometidos en el pasado, tanto por güelfos como por gibelinos, y de esta manera plantear nuevas bases para una transformación integral del rumbo. No es la creación idealizada de una Constitución salvífica, pues, los textos constitucionales no poseen esa cualidad de redención para los pueblos o sus élites. Es sencillamente aprender de la historia, esta magister vitae, de grandes lecciones para no volver a naufragar en los sargazos de la intolerancia y las apetencias del poder por el poder, cual chusma espiritual, que se dispone al asalto de la República.

Es necesario que aprendamos a leer cada obra y autor según las advertencias que nos formule. No hacerlo nos expone -y expone a su autor- a un endiosamiento de falso tabernáculo, donde, milagrosamente, sus ideas, supuestamente, nos harán realidad aquello que debemos nosotros mismos ponernos a trabajar. Es así, que, al comprobarse que una idea o autor no son dioses, termina el fanatizado por lanzarlo al infierno, despotricando hasta la caza de otro presbiterio con el cual identificarse y entrar en un ciclo de fanatización. Mientras esto ocurre, otros sí se enfrascan por congelar la historia que los beneficia o de la cual se benefician inescrupulosamente, más que todo a través del ritual de la corrupción, para entonces construir su realidad explotadora y la realidad de los explotados mientras estos últimos se alimentan de vesanias cuyo único destino es la frustración una y otra vez, cual distingue frequentur inacabado.

El momento constituyente no es un mecanismo. Es una oportunidad para que la utopía retorne a nuestras vidas y nos facilite herramientas para la construcción permanente de una carta de navegación institucional más allá de las limitaciones ideológicas o políticas. No es para arrancar el poder del Estado a unos y entregárselo a otros, para que entonces, nuevas trampas ideológicas encierren las iniciativas utópicas por mejores derroteros que los actuales. Esto implica un gran compromiso ciudadano. Deber que nos alerta el profesor Brewer en su reciente texto. Ahora, quien pretenda leerlo de otra forma, es decir, como si fuera un catecismo irreflexivo, no sólo se engaña a sí mismo, sino que es volver a tomar un camino del cual, pareciera, que 25 años no fueron suficiente.