Hace una semana me encontré con el libro del padre Raniero Cantalamessa, La fuerza de la Cruz, y aunque estoy empezando a leerlo, ya se va viendo el fruto que nace, precisamente, de la Cruz.
Para el padre Cantalamessa “el mundo necesita creer en el amor de Dios”. Dice que si no transmitimos esto, los cristianos “defraudaremos al mundo en su esperanza más secreta”, pues en lo más íntimo el hombre anhela amar y ser amado. Y saberse amado desde siempre, desde el inicio, da una alegría que nadie puede arrebatar, pase lo que pase.
Dice también que callar estas verdades porque siempre parece haber otras más concretas como la guerra, el hambre, y tantas injusticias, es una tentación que acecha. Nunca estaremos eximidos del sufrimiento; por eso, lo que él intenta es precisamente hacernos ver cuál es la causa del dolor y cómo la conversión personal es la fuente de la que podría manar mucho bien al mundo, pues si cada uno procura cambiar lo que va mal en su interior podemos mejorar lo que ocurre en nuestro ámbito próximo.
Todas las causas importan a Dios mucho más que a nosotros mismos; la “del pobre y del oprimido nunca estará segura mientras no se asiente sobre esta base inamovible de que Dios nos ama, de que ama al pobre y al oprimido”. Lo fundamental del amor es que tiene que ver con las ansias más profundas del ser humano; con lo que da seguridad en la vida. Por eso “ese amor es lo único capaz de cambiar algo en el mundo, porque cambia las conciencias”. Y esto, en el fondo, es la gran necesidad en el país.
Este amor, sin embargo, hay que experimentarlo, y solo se experimenta cuando hayamos pasado, dice el padre Catalamessa, por una cierta “crisis interior”, por el “temor y temblor” de comprender lo que significa que cada uno ha estado implicado en la muerte de Cristo: “mientras no te hayas sentido ni una sola vez realmente perdido, digno de condena, pobre náufrago, no sabrás lo que significa estar salvado por la sangre de Cristo; no sabrás lo que dices cuando llamas a Jesús tu «Salvador»”. Dios nos deja libres y para ayudarnos también necesita de nuestra libertad, pues solo puede amar el libre y esta experiencia de vuelta a la casa del padre como el hijo pródigo es una experiencia de regreso confiado con un “corazón quebrantado y humillado”. Esta actitud es “lo que más conmueve el corazón de Dios”, pues El da al que lo busca de todo corazón. Si nos ayuda y ama a todos, lo queramos o no, ¿cuánto más no lo hará con quien lo busca y regresa a su presencia buscando amor y perdón?
El se aflige con los sufrimientos de su pueblo y espera nuestro regreso para cambiar las cosas. Para iluminar esto, el padre Cantalamessa pone un ejemplo de su infancia, de una vez en que se hirió un pie con un trozo de vidrio por caminar en “tiempo de guerra” por un lugar por el que su padre le había prohibido andar. Sorteando muchas dificultades, su papá logró dar con un médico militar y él dice que mientras lo curaban, su padre miraba hacia la pared para no verlo sufrir. La analogía que hace con Dios es clara: ¿sería acaso su padre culpable de su dolor?
El padre Cantalamessa usa el recuerdo para mostrar que eso es lo que sucede con Dios.
Dejarse tocar por estas verdades ayuda mucho a la hora de comprender lo que significa convertirse. La vida cambia cuando uno descubre que es amado desde la eternidad; cuando uno se advierte conocido en lo más íntimo y buscado para ser amigo del Dios que nos hizo y sostiene en el ser.
Nuestro país pasa por momentos difíciles y muchos sufren. Cualquier iniciativa para ayudar al prójimo redundará en mucho bien. Cualquier iniciativa para dar comida al hambriento, para fortalecer las iniciativas que buscan elevar la mirada para ayudarnos a procurar un futuro mejor, que busquen una unión más amplia entre todos, redundará en el tan necesario cambio de rumbo.
El sufrimiento siempre da frutos cuando se ofrece con amor y cuando fomenta amor en los que se conmueven. El dolor, sin duda, debilita, pero una vez recuperadas las fuerzas, es una palanca que puede impulsarnos hacia tiempos mejores: hacia la resurrección que anhelamos.