La Declaración Universal de los Derechos Humanos proclamada por la ONU el 10 de diciembre de 1948 (ampliada por documentos ulteriores como pactos suscritos, ya de carácter universal, ya también regional) podría sintetizarse en un solo artículo que sería: derecho a la felicidad.
El tema de la felicidad es tan viejo como el ser humano. En cuanto al pensamiento occidental un lugar bien importante ocupa el eudemonismo o teoría que conceptúa la felicidad (en griego eudaimonía, que conjuga bueno y divino), o sea el bienestar o vida buena, como el fundamento de la vida moral. El desarrollo de esta temática tiene su origen en Grecia y exhibe como cultores originales de primer plano a los filósofos Sócrates, Platón y Aristóteles; éste la desarrolló sistemáticamente en su Ética a Nicómaco. La felicidad referida aquí se mueve en un plano de calidad humana, bien distinto del hedonismo, que se refiere al placer o disfrute de las experiencias, a la exaltación momentánea de los sentidos. La felicidad tiene que ver con un alto propósito y significado de vida, con la verdad y el bien, con la excelencia moral y los fines últimos. En el pensamiento clásico griego felicidad dice plenitud de vida humana y se alcanza viviendo virtuosamente.
Volviendo a la referida Declaración Universal podríamos reformular sus treinta artículos en forma propositiva y hacer con ellos un elenco de aspiraciones y condiciones para la felicidad, que todo ser humano anhela y y que el Creador le ha ofrecido al situarlo en el mundo y en la historia como protagonista con vocación de plenitud.
Con respecto a este derecho a la felicidad, el Estado y todo ente con facultad de organización social han de entenderse como servidores y facilitadores con miras al bien común; éste ha sido definido por el Concilio Vaticano II como “el conjunto de las condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y fácil de la propia perfección” (Gaudium et Spes 26).
No son pocos los libros y folletos que recogen, bajo títulos sugerentes, consejos de autoestima e itinerarios para ser feliz. Pues bien, el articulado de la Declaración podría presentarse así, confiriéndole un rostro menos formal y más cercano a la cotidianidad humana. Resulta fácil y atractivo, por ejemplo, transformar el artículo 19 en algo que el hombre requiere y la comunidad postula para ser feliz: libre para opinar y expresarse, no ser molestado a causa de sus opiniones, tener abierto el camino para investigar y recibir informaciones y opiniones, y difundirlas sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.
¿No podrían también ser propuestos en forma parecida, como medios y caminos para la felicidad de los ciudadanos y de la comunidad nacional, el conjunto de orientaciones y normas que integran el Preámbulo y Principios Fundamentales de la Constitución de la República? Estimo oportuno recordar, de paso, el poco público lector que tienen estos preceptos de la carta magna en un país en que la educación cívica brilla por su ausencia y al Estado de derecho lo ha absorbido Miraflores.
En estos últimos tiempos ha experimentado ha experimentado Venezuela una inflación del poder del Estado, de la prepotencia de las entidades públicas y de los órganos oficiales, a tal punto que lo que el soberano pueda decidir queda sometido a lo que “por las buenas o por las malas” quiera imponer el gobierno y su partido político. Se experimenta una contracción de los intereses nacionales en los del sector oficial. En este contexto suena extraño lo que en las presentes líneas se trata de subrayar: la suerte de los ciudadanos en términos de su felicidad como derecho primario, al cual deben necesariamente estar subordinados la autoridad pública y todo el andamiaje jurídico y administrativo del Estado.
La felicidad del ciudadano y de su comunidad cívica como derecho fundamental es algo que constituye una especie de giro copernicano en el ámbito político-cultural, interpretándolo en una genuina perspectiva humanizante.