En 1925, en su Rebelión de las masas, Ortega y Gasset escribía: «La salud de las democracias, cualesquiera que sean su tipo y grado, depende de un mísero detalle técnico, el procedimiento electoral». En torno a ese mísero detalle se articulan la alternancia en el poder, el pluralismo político, el debate público, el respeto a los derechos y libertades y, de alguna manera, la prosperidad y el desarrollo de un país. Para que este mecanismo garantice la salud democrática debe ser inclusivo, permitiendo a todos los ciudadanos ejercer sus derechos político-electorales; competitivo, velando porque se ofrezcan al electorado opciones imparciales, asegurando el derecho a postularse como candidatos, y de competir en igualdad den un contexto de libre ejercicio de sus derechos (prensa, libertad de expresión, asociación, reunión, y movimiento); y limpio, garantizando que la preferencia de los votantes se respete y se registre fidedignamente. En Venezuela no ha habido ninguno de estos principios que no haya sigo conculcado. Así, la voluntad de la ciudadanía ha sido atropellada en un auténtico golpe de Estado. La inclusividad, que requiere la inscripción del votante que vive fuera de su país, o su regreso para votar, ha resultado imposible. Alrededor de 20% de la población venezolana no ha podido ejercer su derecho al voto. Y si de los más de 8 millones de venezolanos que han sido expulsados de su patria solo ha podido votar 1% no es porque no hayan querido, sino porque se han encontrado obstáculos insuperables. El voto en el exterior estaba diseñado para evitar el voto, los resultados de todos los consulados venezolanos del mundo, con más de 90% de los votos para Edmundo González, explican por qué ha sido así.
Tampoco ha existido competitividad en la elección. No se ha tratado sólo de aprovechar todos los recursos del Estado para promover el voto, sino que se han utilizado para impedir a la oposición hacer campaña, mediante la actuación violenta de elementos del Estado. La exclusión de candidatos comenzó en la fase de inscripción, algo imposible por el exilio, la cárcel o la inhabilitación por procesos judiciales fraudulentos (en una interpretación auténtica del «lawfare»). A esta exclusión se unieron supuestos errores técnicos que imposibilitaron la inscripción de nuevos candidatos, siempre buscando del candidato supuestamente más débil. Pero donde más se ha puesto de manifiesto esta desigualdad es durante la campaña electoral. Más de cien detenciones arbitrarias de miembros de los equipos de campaña; impedimentos a la oposición para viajar en avión en un país de 916.500 kilómetros cuadrados, zonas prácticamente incomunicadas y una persecución sistemática dan buena cuenta de cómo se ha desarrollado la campaña.
La limpieza en las elecciones, que es la garantía última y definitiva, también ha sido gravemente vulnerada. Ésta supone la libertad del voto y su contabilización y transmisión fidedigna. Sin embargo en las recientes elecciones se ha retrasado la apertura de los centros de votación y se ha expulsado de los recintos electorales a los testigos de la oposición, impidiéndoles supervisar las votaciones y acceder al acta final de resultados. La falta de publicación de los resultados desglosados por mesa electoral, ni siquiera por estados o localidades, hace imposible su verificación, y supone un incumplimiento de los estándares internacionales y de la propia la ley venezolana, que obliga a la publicación en 48 horas. Por último, la proclamación anticipada del supuesto ganador, vulnerando la ley y sin ningún soporte que lo acredite.
En muchos países, una sola de estas violaciones sería suficiente para provocar la anulación de la elección. Sin embargo, en Venezuela, ante la negativa permanente del Consejo Nacional Electoral (CNE) de perseguir el fraude, la oposición ha preferido seguir adelante con el proceso, aunque sin dejar de denunciar, convencida de que, a pesar de todos los obstáculos, la fuerza del cambio sería suficiente para recuperar la democracia. Sin embargo, parafraseando a Marx, la historia de Venezuela que se ha vivido durante décadas como una gran tragedia ha terminado convertida en una miserable farsa, una farsa electoral que resultaría cómica de no haber demostrado el régimen su instinto asesino. Hace ya muchos años que el órgano electoral, el CNE de Venezuela, al igual otras instituciones del Estado como el Ejército, la Fiscalía o el Poder Judicial, incluido el Tribunal Supremo de Justicia, que ahora se pretende utilizar como fontanero del fraude, están en manos del gobierno. No quedan poderes neutrales en Venezuela. Y estos, como señaló Constant, son imprescindibles para la supervivencia de la libertad.
De ahí que la última garantía de la integridad de las elecciones se haya puesto en la observación, ya fuera de representantes de las candidaturas o de organizaciones civiles o de los organismos internacionales. Gracias a este impresionante esfuerzo cívico, por parte de los electores y más de 30.000 testigos, la oposición ha logrado, con 84% de las actas emitidas por las máquinas de votación, que la capacidad organizativa y logística del comando de campaña se haya transformado en un recuento rápido. De esta manera, se han podido contabilizar y digitalizar la mayoría de las actas, haciendo transparentes y comprobables los datos en una página «web» y poniendo en evidencia al Consejo Nacional Electoral.
En lo que se refiere a la observación electoral internacional, esta vez, en Venezuela, pese a las exigencias iniciales de líderes de la región y organismos internacionales, solo se han admitido dos misiones: la del Centro Carter y la de Naciones Unidas, además de una representación del Grupo de Puebla y varios centenares de observadores individuales, que más que observadores parecían «hooligans» del candidato oficialista. Sin embargo, y a pesar de haberse establecido un filtro previo de afinidad, muchos de ellos han pasado de la prudencia de exigir la publicación de las actas, como los representantes del Grupo de Puebla, a las reacciones más enérgicas, como abandonar el país y denunciar la naturaleza antidemocrática del proceso. Incluso, dada la situación, la OEA, el organismo internacional más fiable y con mayor experiencia en la observación electoral de Iberoamérica, que no había sido autorizado a observar la elección, ha elaborado un contundente informe en ese mismo sentido. Las conclusiones de todos son categóricas: el proceso «no se adecuó a parámetros y estándares internacionales de integridad electoral y no puede ser considerado como democrático».
Una vez que ha desaparecido la posibilidad de que estas misiones de observación puedan abonar la construcción de consensos en una situación de conflicto, como la actual, es la hora de que los líderes de la región que, salvo Cuba, Nicaragua, Bolivia y Honduras, han cuestionado con mayor o menor dureza la integridad del proceso, reafirmen su compromiso con la democracia. Frente a la posibilidad de que millones de venezolanos puedan volver a su país, y contribuir a la reconstrucción de una patria que una vez fue próspera, dejar pasar el fraude electoral en Venezuela no sólo afecta a ese país, sino que supondrá reforzar la impunidad de los aspirantes a dictador en el resto del mundo y debilitar un poco más la democracia representativa, que sigue siendo el mejor camino para la estabilidad, la paz y el desarrollo, y que depende, una vez más, de un mísero detalle técnico.
Rafael Rubio es catedrático de Derecho Constitucional de la Complutense
Artículo publicado en el diario ABC de España