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La farsa continua

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Una vez tras otra, los políticos reciclan promesas que no tienen la intención de cumplir. En general, los ciudadanos conocen sus trayectorias y, no obstante, algunos les creen o fingen hacerlo, incluso durante su gestión. Con el paso del tiempo, llega el desencanto. Aun así, las promesas vacías persisten. ¿Por qué? Porque, a pesar de lo que la experiencia advierte, para muchos estas poseen un gran valor.

Un número significativo de ciudadanos se siente impulsado a contribuir con su tiempo, dinero o reputación a los partidos políticos. A estas personas raramente las motiva su deber cívico. La razón de su apoyo obedece más a sus intereses personales: impulsan a candidatos específicos con la intención de comprar favoritismo y ganar recompensas personales.

No obstante, buscamos justificar nuestras acciones. Cuando contribuimos activamente a un candidato, no queremos que ese apoyo se vea (ante los demás ni ante nosotros) como algo motivado por razones puramente egoístas. Queremos sentirnos bien con lo que hacemos.

La habilidad de alegar que nuestro candidato aboga por una buena causa o un bien social es invaluable para este fin. Por lo tanto, la retórica vacía realiza una labor importante para aquellos que se asocian con los partidos clientelistas por las que, en realidad, son razones egoístas. Les permite, en apasionados diálogos políticos, convencer a personas crédulas y, principalmente, a sí mismos de que se apoyan en una base moral y democrática.

Sin embargo, es un error juzgar severamente a los colaboradores políticos que se autoengañan. Claramente, las carreras y los negocios de muchas personas las hacen vulnerables a los alcances de un sistema clientelista y arbitrario. El bienestar para muchos no resulta únicamente del mérito, sino del favoritismo y de la influencia. Entre estas personas se incluyen muchos servidores públicos, quienes, con el objetivo de mantener o avanzar en sus carreras, militan en un partido o parcializan sus decisiones profesionales. De forma similar, algunos empresarios compran influencia política para proteger sus negocios.

En el caso de los ciudadanos, incurrir en la compra de favores políticos se ha convertido en el camino seguro a la justicia y a la seguridad personal. El hecho de reconocer que contribuir con intenciones egoístas está mal y que la retórica política es engañosa permite reprochar las acciones de otros, pero no cambia la necesidad de participar en esas actividades cuando el derecho personal se ve amenazado y no se goza de acceso a una justicia imparcial. Es decir, pocos disponen de la fuerza de voluntad necesaria para resistir la tentación de protegerse.

Mientras el clientelismo atropella al pueblo, otras personas se abrigan con él, ya que les otorga privilegios y éxito económico, político o social. Entre estos individuos están los que siembran las semillas del engaño. Promueven falsedades. Algunas de las más perniciosas incluyen el concepto de que lo único necesario para alcanzar la democracia son las elecciones; que la intromisión abusiva del presidente en los otros estamentos se debe a su estilo de gobernar, no a una estructura gubernamental que concentra poderes excesivos en torno a una persona; que la actuación clientelista es el resultado de la cultura y de la falta de valores, no de las limitaciones humanas y de las situaciones creadas con el propósito de quebrantar su voluntad; y que la ciudadanía es la culpable, por no elegir al gobernante «correcto». En fin, enmascaran, legitiman y perpetúan la estructura gubernamental que le da vida al clientelismo y los privilegia.

Para eliminar el clientelismo es necesario corregir la estructura gubernamental vigente, que, entre otros problemas, le otorga al presidente un control excesivo sobre el bienestar de casi todos los funcionarios; esto es lo que crea la necesidad de conseguir favores políticos y la habilidad de otorgarlos con impunidad. Como se ha hecho en los países desarrollados, a los funcionarios (jueces, fiscales y otros) se les debe conceder un alto grado de independencia estructural de los políticos con el fin de blindar su imparcialidad.

Entre las herramientas constitucionales necesarias para edificar la independencia está la de una comisión civil (cuyos miembros son nombrados, por ejemplo, por los directores de diferentes organizaciones civiles) que administre el sistema de personal basado en el mérito.

Al igual que en las relaciones crónicas de abuso conyugal, hay quienes aplican la táctica de hacer sentir a la víctima (la población atropellada) que ella es el problema. Aclaremos la realidad: el origen del problema está en el uso de conceptos concebidos para enmascarar y legitimar la estructura gubernamental actual, desorientando deliberadamente a los ciudadanos para que nada cambie. El primer paso será zafarse de sus trampas cognitivas y, después, de las estructurales.

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