El Foro de Sao Paulo, corregido por el Grupo de Puebla que le afina el desafío deconstructivista que comparten: “rechazar el paradigma de una «cultura única global» y abogar por la multiculturalidad” como agenda de las “identidades”, vuelve sobre la cuestión del «pensamiento único».
“Los tradicionales medios masivos transnacionalizados y los nuevos surgidos de la revolución de las tecnologías de la información y las telecomunicaciones, promueven los intereses imperialistas mediante la simplificación del lenguaje, la banalización del mensaje político y la imposición de un pensamiento único”, afirma (Consenso de Nuestra América, 2017). En sus Declaraciones de 2005 ya sostiene que el pensamiento único es “expresión de un neoliberalismo excluyente, al cual le hemos hecho frente con el arma más poderosa del ser humano, los intereses sociales y colectivos frente a los particulares”.
El Foro y también los miembros del grupo pueblano antes de constituirse, eran convencidos en 2000 de haberlo derrotado. “La ideología conservadora ha perdido la partida y hoy en día la izquierda encuentra de nuevo razones y esperanzas de abrir un nuevo capítulo en el desarrollo y crecimiento de la humanidad”. Brasil los animaba. Lula da Silva les señalaba que “la esperanza venció al temor y permitió una victoria del «sí se puede» contra el pensamiento único”.
La literatura política cuenta que Francia exporta en los ochenta el concepto del pensamiento único como teorización de “un modelo de política, la política de talla única” como se la llamaba, tomada como la “única política posible” y originada en el ámbito de lo económico-laboral. Pero se desparramaba sobre todas las actividades sociales, cree Joaquín Estefanía, intelectual marxista.
Ahora se señala que el pensamiento único busca dominar e imponerse como matriz cultural. “La vida social es hacer lo que hace el mundo”, es subastar “nuestra tarjeta de identidad”, escribe Francisco en 2015. Aprecia al pensamiento único como destructor de la “identidad cristiana”. Desde 2014, incluso, recordaba que “causó siempre desgracias en la historia de la humanidad”.
Así las cosas, por lo pronto, sólo puedo decir que el pensamiento único y a las identidades cabe situarlos, siguiendo a Enmanuel Kant, como parte del “espacio de la temporalidad donde actúa el desvarío imaginativo”.
La izquierda sigue mirando hacia el pasado, atada a su dialéctica. Medra anclada en un museo de la memoria que aún exhibe al amenazante Gran Hermano orwelliano. El «pensamiento único» se le reduce a su sistemática condena de Estados Unidos, el capitalismo, el empresariado, el neoliberalismo de Augusto Pinochet, el poder dinerario insensible ante los desposeídos y migrantes. Nada más. Vive de aporías. Ayer, en 1990, opone a la globalización del pensamiento único la «identidad histórica» nacional, que reivindica en 2005 el cardenal Jorge Mario Bergoglio. Hoy la demoniza a partir de su “política de identidades”, al punto de que sirvió de asidero a la plataforma Twitter para censurar al último inquilino de la Casa Blanca.
Auscultando el presente, observando el porvenir, enhorabuena Shoshana Zuboff, profesora emérita de Harvard, prende luces ante la oscuridad del «progresismo» globalista. El pensamiento único es, como se constata y en maridaje, la fuente de las identidades que al detal prohíja la izquierda.
No por azar, después de romper lanzas por la “identidad cristiana”, en 2019 también declara Francisco que “no estamos más en la cristiandad. Hoy no somos los únicos que producen cultura, ni los primeros, ni los más escuchados”. Acaba con la perspectiva universalista de lo cristiano, fundamento cultural de Occidente. A continuación, se rinde ante la «dictadura digital» que totaliza: “Ya no se trata solamente de “usar” instrumentos de comunicación, sino de vivir en una cultura ampliamente digitalizada, que afecta de modo muy profundo la noción de tiempo y de espacio, la percepción de uno mismo, de los demás y del mundo”, ajusta.
Lo real, como lo afirma Zuboff, es que “toda una arquitectura global de modificación de la conducta amenaza con transfigurar la naturaleza humana misma en el siglo XXI, de igual modo a como el capitalismo industrial desfiguró el mundo natural en el siglo XX. La amenaza que se cierne sobre nosotros no es ya la de un estado «Gran Hermano» totalitario, sino la de una arquitectura digital omnipresente: Un «Gran Otro» que opera en función de los intereses del capital de la vigilancia”. Tiene como soporte la gratuidad de los internautas, experiencias disponibles y en abundancia del comportamiento humano. Produce bienes y servicios, pero de acuerdo con las modificaciones conductuales que provoca deliberadamente y en «tiempo real», desde sus plataformas, en los usuarios.
La gobernanza digital, apalancada ahora por la inteligencia artificial, de suyo retrotrae a la naturaleza humana, la reduce al plano de lo sensorial receptivo, elimina y hace innecesario en el hombre la capacidad de juicio, el poder errar, como la de entender. Le convence de la inutilidad de que construya su segunda naturaleza, la de las leyes humanas que le aseguren en la convivencia.
El orden de las certezas técnicas digitales, así como le pone término al diálogo económico de los mercados competitivos, igualmente “expropia los derechos humanos”, los deja sin su sentido finalista.
La amenaza del pensamiento único, en suma, no existe. Ha sido un distractor neomarxista. Lo concreto es el orden del no-pensamiento emergente. Atrás quedan la humanidad kantiana y las verdaderas identidades, sean nacionales o posnacionales como las imagina Jürgen Habermas. Las otras, las más ruidosas, sirven al «capitalismo de vigilancia» que las crea y estimula para sus propósitos. Son identidades objeto e instrumentos de transacción, en un orden de demandas y reconocimientos de «derechos a la diferencia», bajo contraprestación.
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